El 23 de agosto de 2001, apenas unas semanas antes de que los atentados del 11 de septiembre cambiasen la historia del siglo XXI, un único hombre fue detenido justo antes de cometer el que podría haber sido el mayor robo de información de la historia estadounidense. No, detrás de ello no había una compleja red de espías repartidos por todo el mundo, ni grandes cantidades de dinero, ni una declaración de principios vital a lo Julian Assange que sirviese como carburante ideológico para la filtración de secretos de Estado.
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