Vivíamos a cuerpo de rey. Bebíamos como cosacos. Nos amaban mujeres de bandera. Gastábamos a espuertas. Pagábamos con oro, plata y dólares. Lo pagábamos todo: el vodka y la música. El amor lo pagábamos con amor, el odio con odio.
Me gustaban mis compañeros porque nunca me habían defraudado. Era gente sencilla, sin formación. Pero, a ratos, me dejaba boquiabierto lo extraordinarios que podrían llegar a ser. Y, en aquellos momentos, le daba las gracias a la Naturaleza por haberme hecho un ser humano.
Me gustaban los maravillosos amaneceres de primavera, cuando el sol retozaba como un chiquillo, derramando por el cielo colores y centelleos. Me gustaban los cachazudos ocasos de verano, cuando la tierra exhalaba chicharrina y el viento acariciaba con ternura los campos olorosos para refrescarlos.
Me gustaba también el otoño abigarrado, embelesador, cuando el oro y la púrpura caían de los árboles y tejían tapices floreados sobre las veredas, mientras unas neblinas canosas se columpiaban, colgadas del ramaje de los abetos.
Me gustaban también las gélidas noches de invierno, cuando el silencio convertía el aire en una masa pegajosa y la luna meditabunda adornaba la blancura de la nieve con diamantes.
Y vivíamos entre aquellos tesoros y aquellas maravillas, envueltos en colores y centelleos, como niños extraviados que de pronto despiertan en un cuento de hadas. Vivíamos y luchábamos, pero no por unos despojos de existencia, sino por la libertad de ir de un sitio a otro y trabar amistades… En nuestras cabezas bramaban los vendavales, en nuestros ojos jugueteaban los relámpagos, bailaban las nubes y se reían las estrellas. Salvas de carabinas nos daban la bienvenida y nos despedían, muchas veces anunciando una muerte que bailaba impotente a nuestro alrededor sin saber a quién raptar primero.
A menudo, el placer de vivir me dejaba sin aliento. De vez en cuando, los ojos se me empañaban sin que viniera a cuento. De vez en cuando, alguien soltaba una imprecación soez y, al mismo tiempo, me obsequiaba con una sonrisa infantil y me tendía una mano callosa y fiel.
Se pronunciaban pocas palabras. Pero eran palabras de verdad, que yo podía entender fácilmente a sabiendas de que no eran juramentos ni palabras de honor y, por tanto, podían darse por seguras…
Así los días estúpidos y las noches alocadas, que Alguien nos había regalado en recompensa de algo, galopaban entre serpenteos de colorines.
Y, por encima de todo aquello, por encima de nosotros, de la tierra y de las nubes, en la zona norte del cielo, corría el extraño Carro…, reinaba la magnífica, la única, la embrujada Osa Mayor.
El enamorado de la Osa Mayor. Sergiusz Piasecki