Mi madre siempre me mandaba a comprar el pan. Y yo creo que era porque el gordo y blanquecino dueño de la carnicería, Don Anselmo, no me hacía esperar cola. Tampoco la paliducha y onerosa frutera Señora Ovidia. Yo rentabilizaba mucho más el tiempo y, al fin y al cabo, tampoco me importaba obedecer. Ni mi madre quería salir mucho de casa, ni yo deseaba permanecer mucho en ella. Todo en su sitio.
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