En el rectángulo donde cabe justo un coche, hay una alfombra de césped artificial, una bicicleta con las ruedas para arriba y un niño, Carlos, que lee a Asterix sentado en una silla plegable. El conductor para, mira el hueco ocupado, se resigna y se va a dar otra vuelta. Por unas horas, una decena de plazas de estacionamiento regulado no son para los coches, sino para las bicis.
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