Hará unos 10 años, yo era feliz fuera de los juzgados y me dedicaba a hacer mi tesis doctoral, que podéis ver aquí fseneca.es/cms/sites/default/files/Tesis (José Mateos Martínez).pdf La tesis iba sobre el neoconstitucionalismo, un fenómeno jurídico representado por las nuevas constituciones surgidas tras la caída del nazismo, cuyo denominador común era establecer una serie de derechos y principios básicos que el legislador debería respetar al elaborar las leyes, sin que su contenido pudiese nunca contradecirlos. El motivo era claro: Europa había descubierto que si se daba carta blanca al poder político para crear el Derecho sin límites en cuanto a su contenido, el sistema democrático podía venirse abajo, pues el legislador podía aprovechar su poder obtenido democráticamente para demoler los pilares de la democracia (libertades individuales, derechos políticos...) e imponer una tiranía como la de Hitler.
A la vez, se establecían los tribunales constitucionales, cuya misión era anular aquellas normas que violasen estos derechos y principios de supremo valor. Y se daba también un cierto protagonismo al juez ordinario (los jueces y magistrados que integran el Poder Judicial) para interpretar las leyes conforme a esos principios y derechos, dándoles el sentido más acorde con ellos. Si estos jueces ordinarios percibían que el texto de la ley chocaba de forma frontal con la Constitución y resultaba imposible darle una interpretación respetuosa con la Carta Magna, debían elevar una cuestión de constitucionalidad al Tribunal Constitucional para que decidiese si la ley debía anularse.
Pues bien, la principal crítica que se hacía al neoconstitucionalismo era el excesivo poder que daba a los jueces, permitiéndoles que, sin haber sido elegidos por los ciudadanos, tumbasen normas aprobadas por representantes que sí tenían legitimidad democrática. La experiencia del nazismo era un buen argumento para enfrentar estas críticas, pero hacía falta algo más. Y ese algo era el prestigio judicial, nacido tanto de la independencia de los jueces como del rigor y razonabilidad de sus sentencias. El juez no ha sido elegido por los ciudadanos, pero posee la imparcialidad y el conocimiento suficientes para corregir los desmanes de aquellos representantes políticos que, siendo conscientes de que deben respetar normas superiores al legislar, se niegan a hacerlo por sus sucios intereses, aprobando por ejemplo la famosa Ley Corcuera, que vulneraba el derecho fundamental a la inviolabilidad del domicilio de los españoles.
Por tanto, la confianza en los jueces no es un dogma de fe, sino que nace de dos premisas:
-Independencia. El juez no se debe a ningún poder político o económico. Para garantizarla, es clave asegurar que su elección sea limpia y no dependa de los políticos, precisándose además que se establezca un baremo de méritos absolutamente riguroso, que solamente permita optar a la elección a los jueces más capaces. Europa lleva lustros pidiendo a España en los sucesivos informes GRECO que el órgano de gobierno de los jueces (Consejo General del Poder Judicial) sea elegido, al menos en su mitad, por los propios jueces y no por los políticos. Nótese que ese Consejo es quien nombra a los altos magistrados (Tribunal Supremo...) y todos sus integrantes son hoy nombrados por el poder político. Del mismo modo, los informes GRECO han denunciado la ausencia de un baremo serio que rija la elección de los altos magistrados y asegure su máxima capacidad, de modo que actualmente el Consejo General del Poder Judicial tiene una gran libertad para nombrar a los altos magistrados pese a que su prestigio profesional no sea el más idóneo y haya candidatos mucho más capaces aunque menos queridos por los políticos. A día de hoy, España sigue ignorando esas recomendaciones y la politización del Poder Judicial es clara.
-Razonabilidad de sus decisiones. A diferencia de lo que algunos dicen, el Derecho no es una ciencia oculta, sino que entronca con el sentido común. Algunas cuestiones jurídicas son muy complejas, pero otras pueden ser comprendidas por cualquiera. Por ejemplo, es fácil entender que si una cláusula de un contrato civil es nula de pleno Derecho, todos sus efectos desde el momento de la firma deberán verse anulados. El Tribunal Supremo (elegido por el Consejo General del Poder Judicial, elegido a su vez por el poder político) contradijo esta obviedad y dispuso que el dinero de las cláusulas suelo sólo debía devolverse desde 2013. El tema llegó a Europa y unos jueces imparciales tumbaron su criterio, obligando a los bancos a devolver el dinero desde el primer día de la firma del contrato hipotecario. Como no aprendemos, ahora sufrimos el mismo problema con el Impuesto de Actos Jurídicos Documentados.
Cuando la independencia de un tribunal y la razonabilidad de sus decisiones quedan en entredicho, no es difícil creer que esas decisiones poco razonables tienen relación directa con su "presunta" falta de independencia. Y, a diferencia de lo que creen los viejos partidos, no basta con repetir el mantra de que los jueces son infalibles y hay que venerar sus sentencias independientemente de su contenido. Los dogmas de fe servían en el siglo XVII, pero ya no. Y si la gente pierde la fe en el sistema de forma masiva, podemos vernos en la misma tesitura que precedió al ascenso de Hitler en los años 30 del siglo pasado. Ojalá podamos regenerar el sistema antes de que sea tarde.