Me lo dijo un tipo inquietante cuando yo tenía veinte años y el ochenta y cuatro: en esta vida sólo hay dos opciones: o disciplina, o tragedia.
Quien no es capaz de gobernarse a sí mismo, acaba invariablemente mal. Quien siente ternura por sus propios males, acaba como el culo. Quien se lo consiente todo a sus debilidades, a sus miedos y a sus flaquezas, es carne de cañón. Supongo que lo dijo algún romano, pero a mí me llegó a través de alguien de una generación acostumbrada a otro tipo de vida y otro tipo de valores. No digo que lo suyos fuese mejor. Sólo era distinto.
Ahora, por el puñetero cisne negro de un virus tocapelotas, hemos llegado al cabo de la calle. Nos toca elegir entre disciplina o tragedia, y de momento parece que elegimos tragedia, porque no estamos acostumbrados a la disciplina. La gente no se queda en casa. Hoy mismo he visto la ciudad tan llena de gente, más o menos, como cualquier otro jueves. En las grandes urbes, se suspenden las clases, se cierran las bibliotecas y se cierran los estadios, pero el transporte público sigue haciendo millones de servicios diarios. Tragedia.
Cuando a los italianos les dijeron que se quedasen en casa, se fueron a esquiar. Tragedia.
Cuando nos dicen a nosotros que estos es grave, los de Vox convocan un acto multitudinario y las feministas una manifestación en cada capital de provincia. Porque sus huevos/coños morenos así lo prescribían. Tragedia.
Cuando los estudiantes que regresaron a sus casas tras la suspensión de las clases propaguen la infección por todo el puto territorio, diremos que no se podía encerrar a la gente, porque eso es inhumano. Tragedia.
Vamos de tragedias en tragedia, porque no somos capaces de identificar una mínima raíz de disciplina.
Por eso, a lo mejor, la solución óptima tal vez fuese la que me comentó hoy por whatsapp otra usuaria de esta web.
Ella vive en Francia y, según me contó, un tipo próximo a los cien años miraba todo este tema con enorme desprecio.
"No puedes decir eso, Armand. Tú eres de los que está en peligro de veras", le dijo nuestra amiga.
Y el viejo le dijo que eso era lo de menos. Que cuando las personas eran personas y no cachos de mierda, un grupo de hombres se sacrificaba por el resto, y que por el bien de todos iban al frente y morían. Para que los demás tuviesen pan, tuviesen justicia o tuviesen libertad. Y a esa gente se les llamaba soldados, y se les respetaba.
Y que lo propio, en un caso como este, era dejar que se infectase todo el mundo, y al que le tocase morir, que muriese, por no destrozar el país, por no acabar todos en la ruina o en el paro, por no destruir el patrimonio de todos, construido con la sangre y el sacrificio de otras generaciones. Porque eso era lo que hacían las personas de su tiempo: dar la cara por el resto, y al que le tocase la negra, mala suerte. Y entonces eran hombres de veinte años los que iban a dar la cara. ¿Es demasiado pedir que ahora corran el riesgo los mayores de setenta? ¿En qué clase de gente pusilánime nos hemos convertido? Los jóvenes morían por todos. Pues los viejos, con más razón.
Pero no, ahora eso no es posible, porque el concepto de sociedad reside en lo que se le puede sacar a los demás, y no en lo que estás dispuesto a sacrificar por ellos.
"Y yo, si me tengo que morir, pues me muero. No será la primera vez que me expongo a eso." Concluyó el casi centenario, que estuvo en la guerra mundial, aunque no está muy claro en qué bando.
No sé... No he decidido aún una respuesta. A lo mejor soy demasiado individualista para entender a ese hombre. Pero hay algo en mí que empieza a sospechar que no le falta razón.
De algún modo. A su modo.
Nunca lo has oído todo, cago en la leche.