Un día en la vida de Josep Borrell

Josep mira al oscuro patio de luces a través del cristal roto de la pequeña ventana de su cocina. En el suelo, puede ver el cadáver de una rata flanqueado por unos calzoncillos de Bob Esponja y numerosas pinzas de la ropa que han ido perdiendo sus vecinos.

Trata de pisar una cucaracha que se escapa ocultándose bajo su averiada nevera. Y escucha, triste, la melodía de "La Macarena" que sale de un cercano karaoke que ejerce de tapadera para un negocio de menudeo mezclado con sirenas de policía y los gritos de las violentas discusiones de los vecinos de al lado que se filtran por unas paredes más finas que el papel cebolla. La inacabable banda sonora de su barrio.

Hace mucho frío en su piso de 45 metros cuadrados. Procura tapar el cristal roto haciendo una bola con papel de horno. Ese horno que no se ha atrevido a usar jamás. "Menudo lujo", piensa.

Acaba cortándose en un dedo y sangra profusamente.

Camina hacia el cuarto de baño donde tiene el botiquín en una caja de galletas danesas que compró antes de la crisis de 2008. No hay más que dos aspirinas, unas tijeras oxidadas, una pomada de hemoal por la mitad y un bote casi vacío de Prozac que le recuerda que debe ir a la farmacia en cuanto cobre. Le quedan 14,72 euros en la cuenta y su mujer necesita antibióticos para la pulmonía. Es la vida de ella o su salud mental.

Su mano no deja de sangrar. Abre el grifo del lavabo y deja que corra el agua, fría como el hielo. Nada de encender el agua caliente.

Se sienta a cagar mientras lee un catálogo de IKEA de 2019 con casi todas las páginas arrancadas. Usa las pocas que le quedan para limpiarse el culo. Ni recuerda cuando pudo comprar papel higiénico por última vez. Tira de la cadena y nada ocurre. Recuerda que hace una semana que la cisterna está rota. Hace demasiado frío para llenar el cubo de la fregona y vaciarlo en el váter. Ya lo hará mañana.

Temblando, coge la última lata de raviolis que le dieron en el banco de alimentos. Ni se le pasa por la cabeza calentarlos al baño maría y mucho menos en el microondas. Usa el abrelatas con dificultad, aunque al menos, el frío ha coagulado la herida de la mano. Observa el viejo termómetro que el anterior inquilino dejó clavado en la pared del salón. Cinco grados centígrados.

Los raviolis tienen un sabor metálico. Mira la fecha de caducidad: septiembre de 2016. Para engañar a sus papilas gustativas, busca en el bolsillo de su gastado abrigo esas bolsas de ketchup que robó en un KFC. Solo encuentra colillas de esas que suele coger del suelo mientras espera el bus para volver desde el trabajo. Tiene las manos completamente agarrotadas por el frío, pero tras muchos intentos, consigue encender una con el encendedor de esos fuegos de la cocina que llevan semanas sin usar. Aspira, ávido de calor y nicotina, la primera y única calada que le ofrece la pírrica colilla. Sabe a bayeta mojada.

Vuelve a intentarlo con los raviolis, sin éxito. Están incomibles.

Se asoma al sórdido callejón de su portal a través de la ventanita del salón. Un grupo de prostitutas y un yonqui forcejean por un cartón de vino. El preciado tesoro se acaba cayendo al suelo y termina a varios metros de distancia de los drogados pretendientes. El yonqui consigue llegar antes, despega el condón usado que se ha quedado adherido al tetrabrick y huye con el botín esquivando a las prostitutas. Una de ellas le insulta en ucraniano.

"Puto barrio de mierda", suspira Borrell.

Se envuelve en una manta que huele a pis y moho y se sienta en una silla de camping que tiene en el salón, mientras vuelve a sus raviolis, ayudado por un cuchillo de plástico que usa como cuchara y abre "El manifiesto comunista" de Engels y Marx, un libro al que se siente profundamente ligado desde su adolescencia y que siempre le ha reconciliado con la realidad, por terrible que esta fuese.

"Qué duro es ser Ministro de Exteriores de la UE", murmura, mientras espera una respuesta de su mujer que yace tirada en el suelo y envuelta en una de esas bolsas plateadas que se usan para tapar los cadáveres de los accidentes de tráfico.

Lleva horas sin toser -piensa- tal vez haya muerto y pueda comprar mi Prozac.

Hace tanto frío que prefiere no comprobarlo y menos ahora, que disfruta del tenue calor de la fina y desgastada manta y puede sentir sus manos por primera vez desde que se ha despertado.

Comienza a sonar "The final countdown" de Europe por enésima vez desde el karaoke. Borrell intenta contrarrestar ese espanto tarareando la Novena Sinfonía de Beethoven, himno del viejo continente. El vaho sale de su boca con tal densidad que oculta durante un instante la imagen del póster con el retrato y el eslogan del socialista Paul-Henri Spaak, padre fundador de la Comunidad Europea: "Europa: una revolución por y para los ciudadanos".

La nieve comienza a caer sobre Bruselas.