Para Galileo, la noche del 28 de diciembre de 1612 pudo haber sido una más. Tal como lo venía haciendo desde hacía casi tres años, el padre de la astronomía moderna estaba observando al planeta Júpiter y a sus inquietas lunas, dibujando cuidadosamente sus posiciones en un pequeño libro de notas. Pero su modesto telescopio mostraba algo más: cerca del gigante y sus escoltas había un débil punto de luz ligeramente azulado. Sin saberlo y pensando que se trataba de una estrella de fondo, Galileo observaba al mismisimo planeta Neptuno.
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