En el año 2148 la eterna discusión sobre la eutanasia se había zanjado. Años atrás, se estableció una ley que consagraba el derecho a morir para aquellas personas con padecimientos incurables que les causasen dolores extremos, y se ideó para ello una pastilla de color violeta que, al ingerirse, provocaba un sueño que llevaba directamente a la muerte. Pero muchos pidieron que esa pastilla también pudiese suministrarse a quienes, simplemente, habían decidido acabar con su vida porque no le encontraban sentido.
Tras muchas discusiones, en 2148 se aprobó una ley que permitía el suministro de la pastilla violeta a cualquier persona que la pidiese aun sin sufrir una enfermedad incurable y gravemente dolorosa, pero con un requisito previo: el solicitante debía entrevistarse con un equipo de psicólogos que le pautarían un tratamiento para encontrar sentido a su vida y abandonar sus ideas suicidas. El tratamiento no podría durar más de un año, y si después de haberlo completado el solicitante quería seguir muriendo, se le suministraría la pastilla.
Yo fui uno de los primeros que pidieron la pastilla violeta con amparo en la nueva ley. La muerte nunca me dio miedo, pues siempre la identifiqué con la paz que tanto faltaba en mi vida. A lo que temía profundamente era al dolor, y por ese motivo nunca había intentado suicidarme y, a la vez, había malogrado mi vida. A lo largo de mi existencia abandoné numerosos caminos por miedo al dolor en todas sus vertientes: decepción, sufrimiento físico, privaciones materiales, frustración...y todo lo que no hice me llevó a una situación en la que nada me ilusionaba y, a la vez, los esfuerzos que debía realizar para ganarme la vida y seguir adelante me resultaban insoportables. En aquel momento nada me impulsaba hacia la superficie, y cientos de piedras atadas a mis pies me arrastraban a lo más hondo. Y, como en tantos casos, todo ello de un modo invisible para los demás, pues yo mismo lo ocultaba como solemos hacer todos.
Cuando me entrevisté con los psicólogos no tenía ni idea de lo que podían mandarme. Sabía de gente a la que le habían encomendado viajar a determinados lugares del mundo y permanecer un cierto tiempo en ellos, mientras que a otros les mandaban medicación y terapia de grupo o aprender a tocar un instrumento musical. Una de las cosas buenas de la ley era que, si el tratamiento era incompatible con el trabajo, mientras durase te eximían de acudir a trabajar y cobrabas la baja médica. Pues bien, en mi caso se me prescribió un cambio de destino: dejaría mi puesto de funcionario dedicado a tareas burocráticas y trabajaría durante un año en un centro de acogida para menores en situación de exclusión social.
Pasé los primeros días con miedo a recibir alguna agresión de los chicos de mayor edad, pero el sinfín de nuevas situaciones que encontré allí acabó poniendo mi mundo patas arriba. Yo siempre había vivido en una burbuja de cristal que me protegía de los golpes del mundo pero me impedía tocarlo. Y allí había críos que habían sufrido esos golpes en toda su crudeza pero seguían queriendo salir adelante. Unos conservaban su alegría casi intacta, mientras que otros necesitaban más o menos apoyo para que volviese a florecer...pero todos tenían en su rostro ese futuro tan difuso como potencialmente grandioso que acompaña a cualquier niño.
Con ellos recuperaron sentido todos los conocimientos, historias, canciones e ideas que llevaba dentro de mí pero ya no me decían nada. Volvían a brillar cada vez que los usaba para despertar su imaginación y sus esperanzas, para animarles a comerse el mundo, para dibujarles el horizonte que podían tener por delante. Y yo me sentía cada vez menos temeroso, cobarde y mezquino cuando les oía gritar, les veía correr o reír, y sentía cómo desafiaban al pasado rompiendo todas las cicatrices que les había ido imponiendo, y que seguramente yo nunca habría logrado superar a su edad.
Y así fue como encontré el sentido de mi vida buscando la muerte. Mi destino estaba en el taller donde se fabricaban los mejores aviones del mundo, y mi misión era hacer todo lo posible para que se hallasen en estado óptimo cuando alzasen el vuelo. Había noches en que sonreía imaginando lo alto que volarían. Otras estaba preocupado por los inevitables problemas que muchos niños traían consigo al centro, y que requerían mucho esfuerzo e iniciativa para superarse. Pero las noches de preocupación eran totalmente distintas de las de antaño. La angustia estéril y amarga que antes me provocaba no tener redactado un informe a tiempo, ahora era preocupación esperanzada ante desafíos que tenían sentido, en los que merecía la pena invertir todo el esfuerzo del mundo, y que se me daba bien afrontar porque sentía que estaba hecho para aquello.
Así que cuando se cumplió el año, rechacé la pastilla violeta y pedí ser destinado en aquel centro para siempre. Por una vez el Gobierno había hecho algo bien, y su programa para garantizar el derecho a la muerte consciente había cambiado mi vida.