Una pequeña anécdota me salvó de ser católica. Cuando contaba apenas nueve años asistí a una ceremonia religiosa previa a unos ejercicios espirituales. En la oscuridad de la iglesia, un sacerdote elevaba sus brazos de forma fantasmal y nos pintaba con toda crudeza la descomposición del cuerpo una vez fallecido; cómo los gusanos y las crisálidas surgían de la carne; el hedor que esparcía el cuerpo en su lenta descomposición. Alzó la voz y dijo: “Aún estáis a tiempo. Arrepentíos, sacrificad vuestro cuerpo para ganar la vida eterna”.
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