En cuanto fueran mayores

El frío parecía que había entrado como un cuchillo afilado cortando la noche y dejando a su paso heridas de escarcha y rocío helado. Esther se peleaba con los gemelos que vagueaban en la cama y no querían ir al colegio, comprensible con ese frío que les había pillado sin poner aún los radiadores porque su marido, el imbécil de Manuel, decía que había que ahorrar. Ese prohombre que todas las noches cogía la calculadora y calculaba el gasto diario al céntimo. ¿Por qué se había casado con él? Ni idea. La frase de “antes no era así” cruzó por un instante su mente, para descartarla al momento. Siempre había sido un tacaño, un rata, si se casó con el traje de boda de su hermano para no gastar. Una boda sobria, ya, una boda de mierda, pensaba ella mientras levantaba a Damián y hacía otro tanto con Miguel.

Al menos, Ana, la pintora de abajo ya tendría puesta la calefacción a tope, poco consuelo pensar que el calor subiría hasta el techo y algo calentaría el suelo de su piso. Envidiaba a Ana, tan libre, tan artista, tan original vistiendo. Y con la calefacción puesta. Odiaba al rácano de su marido. Pero por el bien de los críos aquí seguía, “cuando fueran mayores...” y dejaba la frase colgada del aire en suspenso, con unos puntos suspensivos eternos, que caían como duras estalagticas deseando llegar al suelo.

Tenía que hablar con el vecino, con el de la tienda de zapatos, a ver si le hacía precio especial para calzado nuevo para los gemelos, aunque su tienda era cara, claro, todo buen material y Manuel ya tenía el presupuesto de vestimenta completa para los niños, con eso no podría comprar ni unas botas de agua. Mientras preparaba a Damián y a Miguel, y conseguía que guardaran los cuadernos en las mochilas volvió a pensar en el número de la lotería que había comprado, el 15.811, lo había elegido por un extraño instante de clarividencia. Vivían en el número 15 de la calle, y se habían casado un ocho de noviembre, un 8 del 11. Hacía ya diez años que parecían cien. En cuanto fueran mayores...

La lavadora había terminado. Acompañó a los niños hasta la esquina y los vió entrar en el colegio mientras veía esas tanquetas con forma de coche subirse en las aceras para dejar al niño o la niña casi dentro del aula. Esas señoras de pelo teñido mil y una veces y siempre con el mismo tono pajizo. Ni se bajaban del coche, en cuanto el crío o la cría traspasaban la verja mágica de la escuela, bajaban el mastodonte mecanizado pitando para que les abrieran hueco los otros mamuts sobre ruedas.

Se abotonó la chaqueta porque el aire estaba empezando a ponerse impertinente y se alegró porque tendería en la azotea y hacía sol, frío pero soleado, uno de esos soles calidos pero débiles a la sombra azotados por un aire helado que cortaba la cara y dejaba los ojos secos.

Cargada con el balde de ropa para tender se encontró en el ascensor a su vecina de abajo, la pintora, su pintora. Se saludaron y en un arranque de espontaneidad Ana le dijo que le ayudaba a tender. Esther sorprendida sonrió encantada y le preguntó por cómo iba el último cuadro. Le dijo que era un desnudo, dos hombres en la cama haciendo el amor con una mujer, las sábanas serían de color rojo y habría una ventana al mar. Verano, cálido. Esther intentó sonrojarse un poco pero no lo consiguió.

En la azotea, mientras tendían ropa de los niños y de su marido, hablaron sobre esto y aquello, sobre nada y sobre todo. Esther estaba encantada de hablar con ella. Llevaban dos años en este piso y apenas habían cruzado unos buenos días y sólo cuando coincidían sus horarios. Más bien colisionaban sus horarios, ya que Ana no se regía por ninguna norma marcada por el reloj.

-Has puesto la calefacción –dijo tímidamente Esther.

-Sí, algún grado sube a tu casa –respondió Ana con una media sonrisa mientras tendía unos horribles calzoncillos que no llevaría ni su abuelo.

-Gracias.

-Ven y te enseño el cuadro y así ves cómo va.

El estudio estaba lleno de botes de pintura, paletas, brochas, pinceles, cajones manchados de óleo seco de años y años y en medio, en un caballete, la obra abocetada y con las primeras manchas de color de los hombres y la mujer en la cama.

-Qué bonito.

-¿Te gusta? –preguntó la pintora mirando la indómita figura de Esther.

-Libertad. Me recuerda a esa palabra.

-Ven, te invito a un té o a un café.

Se sentaron en el saloncito en silencio. Esther estaba encantada, se sentía en otro universo, tan cerca y tan lejos. Un piso más arriba, el suyo, estaba el universo que ella había elegido y aquí el universo que había soñado. Y sin venir a cuento comenzó a llorar, lentamente, desapasionadamente. Ana la miraba sin decir nada. Se quitó las gafas, las limpió y se las volvió a colocar, lentamente, sin prisa. Cuando Esther dejó de llorar y se disculpó diciendo que tenía que marcharse. Ana le dijo que podía venir a tomar café o té cuando quisiera, que si la pillaba pintando no le prestaría mucha atención pero que se podía sentar a mirar cómo pintaba.

Esther le dio las gracias, salió por la puerta cargando el balde de tender y subió las escaleras hasta su universo. Abrió la cartera y volvió a mirar el número de lotería mientras pensaba que quizás no hacía falta que fueran mayores.