Visto desde un mundo en el que el twerking, el raggeton y la lambada ya no escandalizan a nadie, me muero de risa al leer por aquí que el vals solía estar mal visto en la sociedad del siglo XVIII y XIX porque se prestaba a rozamientos y procacidades. Este baile, que conquistó Europa desde su Tirol natal y hoy se asocia con bodas y otros ritos más o menos aburridos, comenzó su andadura como una danza atrevida e inmoral que se extendió como la pólvora sobre todo entre los jóvenes que veían en él una oportunidad de bailar bien arrimados y a su bola, lejos de las imposiciones del minué en el que todo estaba medido (y solo podían sujetarse de la mano guardando las distancias).
Este baile tiene origen tanto en el folklore tirolés como en la volte, una danza que se practicaba en Francia durante el siglo XIV y que también tenía un ritmo de ¾. Las clases populares son las primeras que adoptaron esta danza que permitía a las parejas estar a pocos centímetros de distancia, entrelazarse (cosa por supuesto prohibidísima hasta ese momento, no fueran a pensar que la mujer era una fresca o se quedara preñada del abrazo) y a elegir sus propias coreografías siempre que siguieran el ritmo.
El vals en la literatura
No soy yo la que dice que este baile estaba prohibido en los salones más selectos. El Oxford Dictionary de 1815 consideraba el vals una danza inmoral, “desenfrenada e indecente” y fue denostado por gente de moral intachable como Lord Byron en sus escritos. Es posible que los ingleses se tomaran muy a la tremenda este nuevo baile, pero no pudieron hacer nada frente a su poder hipnotizante que puso a todo el continente a bailar a su ritmo (y de hecho para finales de siglo la mismísima reina Victoria era reconocida como una gran bailarina de vals).
En la zona alemana, un Goethe treintañero ya le dedicó unas líneas en una escena de “Las penas del joven Werther” en la parte que no eran penas promoviendo su baile con las palabras: “cuando llegamos al vals comenzamos a dar vueltas unos alrededor de otros, como si fuéramos esferas (...) Tener en mis brazos aquella amable criatura, volar con ella como una exhalación, perder de vista todo lo que me rodeaba…”. El libro se convirtió en un best seller dejando a su paso una estela de suicidios y de jovenzuelos curiosos por conocer el baile que te dejaba arrimarle la cebolleta a la moza de turno.
En 1833 un manual inglés desaconseja encarecidamente que las mujeres solteras bailaran el vals por ser “demasiado inmoral para ser bailado por señoritas”. Hay muchas personas que clamaron en contra del vals, como Madame de Genlis, institutriz del futuro rey de Francia, que afirma que bailarlo “no puede impedir que su corazón lata desaforadamente” y que cualquier señorita que lo baile será conquistada al momento por su compañero de danza.
Las salas de baile, las aliadas del vals
En 1759 se funda en Londres la primera sala de baile, Carlisle House. Esta sala funciona como un club exclusivo en el que se puede cenar, jugar a las cartas, escuchar música y bailar y pronto cundió el ejemplo en otras capitales europeas dado su éxito.
En Viena triunfaron el Sperl y la Sala Apolo y se convirtió en el place to be de los jóvenes, que acudían a escuchar a los músicos que allí se prodigaban, como Johann Strausss Padre (1804-1849), Josef Lanner (1804-1849) y Johann Strauss Hijo (1825-1899), que fue el autor del hitazo del año 1867: el Danubio Azul. Esta melodía, que al principio no tuvo mucho éxito en Viena, fue exaltada en París que era donde vivían los influencers de la época y de ahí se contagió por todo el continente la fiebre de escucharlo y bailarlo, a lomos del casi millón de ejemplares de la partitura que se imprimieron tras su gira triunfal por la Exposición Universal parisina y los conciertos que dio más tarde en el Covent Garden.
Finalmente toda Europa se rindió al vals y a finales del XIX ya se bailaba incluso en las casas reales y en los salones de la nobleza. Conforme avanza la centuria el vals deja de ser considerado un baile libidinoso y conquista los salones de baile de la alta sociedad hasta convertirse en lo que es hoy en día: eso que bailas el día de tu boda casi porque es obligatorio. ¡Y uno de los bises más esperados del concierto de Año Nuevo aunque yo soy más de la marcha Radetzky!