Cuando ir al psicólogo hace más daño que bien

El mundo de los pacientes está repleto de testimonios de personas que fueron víctimas de malos profesionales, a veces por una gran falta de empatía, otras por desconocimiento o falta de formación, otras, por falta de madurez personal, y en el peor de los casos, por todas a la vez. Al fin y al cabo la práctica correcta de la psicología es una de las disciplinas más difíciles que existe. Como dije: exige una gran madurez, empatía, y disposición de un gran arsenal de recursos por parte de la persona que decide ejercer. Desgraciadamente, la formación universitaria en nuestro país nos es ninguna panacea; si bien es cierto que ofrece una formación básica, el psicoterapeuta, en mi opinión, ha de ser alguien repleto de curiosidad y buscar afuera de la carrera, ya sea en formaciones como BUENOS másteres, en el propio desarrollo personal (pues no se puede ofrecer al paciente de lo que uno carece) y en el autodidactismo, todos aquellos recursos que todo buen terapeuta ha de tener. Cuando esto no ocurre (y es más frecuente de lo que pensamos) sucede que se establecen relaciones mórbidas entre pacientes y terapeutas.

En su libro Manuale di sopravvivenza per psico-pazienti (Manual de supervivencia para psicopacientes) el profesor Giorgio Nardone establece 6 tipos de guiones relaciones disfuncionales que muchos psicólogos interpretan con sus pacientes. Los guiones que aquí se describen son nocivos cuando uno se instala en ellos de forma rígida y se carece de más recursos que los del propio guion. Además, los guiones pueden solaparse unos con otros. Los 6 guiones son los siguientes (Advertencia: las traducciones citadas están realizada del italiano por mí, por lo que puede contener errores):

1) El consolador

Probablemente sea uno de los tipos más conocidos. Son aquellos psicólogos que no pudiendo ayudarte a superar tus problemas, te acompañan y consuelan para que los aceptes de forma pasiva. De hecho, los mejores consoladores suelen ser los padres, pues la actitud de consuelo es característica de la comunicación parental y no se necesita una formación específica para ejercerla. Los peligros de instalarse en el papel de consolador, como declara Nardone, son los siguientes:

Un terapeuta que asume el papel de consolador puede en un principio gratificar al paciente, pero en la continuación del tratamiento corre el riesgo, en la mayoría de los casos, de convertirse en cómplice de la patología que debe resolver. Además, como consolador, por bueno que sea, seguramente será menos eficaz que otras personas vinculadas emocionalmente con el paciente, a menos que él mismo se convierta, después de muchas sesiones, en una persona vinculada afectiva y emocionalmente con el paciente. (...) Parece evidente, creo yo, que el terapeuta-consolador es el que da con el cuidado amoroso de la "pastilla" al paciente o al que con palabras y gestos afectivos se hace sentir para compartir su sufrimiento, tiene un efecto de tipo ambiguo: por un lado hace que la persona se sienta comprendida y "mimada", por otro, gracias al efecto anterior, puede convertirse en cómplice y alimentador del malestar que debe aliviar.

 2) El confesor

Es aquel modelo que el paciente percibe similar a la figura de un cura y en el que el terapeuta se comporta como tal, es decir, aquella persona a la que se pueden confesar los secretos más íntimos, las más perversas fantasías, las culpas más profundas, etc., y este tiende a tener una actitud inquisidora con respecto a ello.

Tener la capacidad de escucha atenta e indagadora con los problemas de uno es, en principio, una buena capacidad terapéutica; además, ser capaz de “confesar” los pensamientos más perturbadores y vergonzosos de uno tiene un efecto catártico en la persona. Sin embargo, se debe tener cuidado a la hora entender el concepto de confesión en la relación terapéutica:

El error radica en que la confesión presupone la existencia de secretos, "pecados" a menudo inquietantes que experimenta el sujeto que, a través del acto comunicativo de la confesión, se deshace de ellos. Esto presupone que el confesor tiene una actitud investigadora en este sentido. De ello se desprende que el paciente es, en todo caso, el "portador de la culpa" de la que debe liberarse (si esta culpa es una perversión sexual, un trauma sufrido, fantasías agresivas, etc.). En otras palabras, el terapeuta-confesor es el inquisidor moderno del alma humana. A diferencia de esto, en una relación terapéutica donde se valoran las molestias y trastornos que presenta el paciente sin una actitud de confesor, se asume un rol de no culpabilidad y de interacción positiva con el paciente, quien se orienta por una evaluación de sus molestias en términos de activismo terapéutico encaminado a la solución de las mismas.

Los efectos nocivos de este rol son los siguientes:

El primer tipo de efecto deletéreo del papel del confesor en la práctica de terapias para los trastornos psíquicos y del comportamiento está representado, como en el caso del consuelo, por la ambigüedad del efecto beneficioso inicial que luego se convierte en una relación de dependencia y poder. En este caso estos efectos son mucho mayores que el anterior, ya que el confesor se convierte en depositario de los "secretos" del paciente. Un depositario que, a la luz de su teoría ("fe") juzga, condena o premia, castiga o refuerza, estima o no estima, ama o disgusta. Todas estas son atribuciones que el paciente proyecta sobre el terapeuta y que ejercen un enorme poder sobre él. Después de todo, esto es lo que han practicado exclusivamente los sacerdotes durante siglos y que los psiquiatras y psicólogos también han estado ejerciendo durante aproximadamente un siglo, basando su trabajo en teorías psicoanalíticas. El paciente, envuelto en una intensa relación con su terapeuta-confesor (transferencia), termina inexorablemente dependiente de él y posponiendo la terapia en el tiempo, ya que sin este apoyo entra en crisis.

Nardone concluye:

Así, este tipo de relación terapéutica muchas veces, en lugar de conducir al paciente a la autonomía personal con respecto a sus propias incomodidades, lo lleva al apego y dependencia del terapeuta, a veces como un sustituto de la dependencia de sus propios trastornos, pero en otros casos como un elemento adicional a la presencia persistente de problemas por resolver. Este es especialmente el caso de formas agudas de síntomas psicológicos como los trastornos fóbicos, los trastornos obsesivo compulsivos y los trastornos alimentarios, en los que una terapia basada en la "confesión" no solo tiende a construir un vínculo de dependencia entre el paciente y el terapeuta, sino que no afecta mínimamente de las graves dolencias mencionadas, se convierte en cómplice, ya que el paciente teme perder la intensa relación con el terapeuta en caso de que mejore o se recupere. De esta forma la terapia se convierte paradójicamente en lo que, en lugar de curar, mantiene el trastorno.

El otro peligro de este modelo relacional es que la teoría de la que parte el terapeuta-confesor se convierte en un credo existencial a través del cual se interpreta, clasifica y analiza el material presentado por el paciente.

Este aspecto no puede ser subestimado ya que, en una relación confesor-confesado, el confesor adoctrina sutilmente al confesado construyendo paulatinamente fieles verdaderos y propios a su propia "causa". (…) El adoctrinamiento es una forma de manipulación no declarada del paciente en la dirección de las teorías de su terapeuta.

 

3) El amigo pagado

Es probablemente el tipo más frecuente en psicoterapia. Se trata de aquel terapeuta que es afectuoso, cercano, cálido y amigable y que evita cualquier tipo de actitud que formalice su rol. En verdad, muchas personas podrían ser este tipo de terapeuta, pues no se requiere ninguna habilidad especial, tan solo dar consejos con un poco de sentido común. Al fin y al cabo, como dice el título, no deja de ser un amigo pagado, con la diferencia de que el psicólogo tiene un título y el otro no.

No obstante, debido a que los seres humanos somos influenciables, está demostrado que este tipo de intervenciones pueden producir efectos beneficiosos para el paciente, básicamente debido al conocido efecto placebo; es decir, el hecho de estar en presencia de un profesional, pagar y atender mínimamente al paciente, el cual llega con expectativas, puede llegar a representar en torno al 40% del efecto de mejoría de una terapia. Sin embargo, lógicamente, esto es más cierto cuanto menos grave sea el caso a tratar. Como dice Nardone:

Si su dolencia es grave y con síntomas agudos, evite con cuidado al profesional al que le pagan por consejos que podría recibir de cualquier buen amigo, ya que en su caso el efecto sugerente del papel no será suficiente para desbloquear la situación.

 4) El torturador

Es el perfil que siente placer por ejercer su poder y cuanto más ejerce más gratificado se siente. Como dije antes, el psicólogo que ejerza como tal ha de haberse hecho cargo de sus problemas antes de ejercer, porque si no:

Si durante su formación y experiencia de vida no han resuelto estos problemas, cuando alcancen el ejercicio de una profesión de alta deseabilidad social y gran poder como la de psiquiatra o psicoterapeuta, inevitablemente se encontrarán ejerciendo su rol buscando la satisfacción de esas viejas frustraciones y dificultades. Por ejemplo, si el terapeuta ha tenido dificultades en la relación con el otro sexo al nivel de su deseabilidad personal, estará inclinado a buscar la confirmación de su propia deseabilidad en la relación con el paciente cediendo a menudo a las tentaciones eróticas y al ejercicio del poder terapéutico con fines seductores, para establecer una relación que confirme tanto su poder como su deseabilidad personal. O, si el terapeuta es una persona que no logra ser un líder dominante fuera del rol, por ejemplo, sumiso a su esposa o esposo, lo más probable es que trate de ser directivo y dominante en la relación con el paciente, ejerciendo y señalando constantemente el poder vinculado a su rol, poniendo así al paciente en una posición de sumiso para ser acosado.

En otras palabras:

El paciente se convierte en la víctima prevista de las frustraciones del terapeuta.

Continúa:

El terapeuta-torturador resalta todo lo que puede realzar su poder y deseabilidad, desde la ropa hasta la manera formal y distante de comportarse. Evita cualquier forma de disponibilidad, de contacto emocional con el paciente, salvo que sea una herramienta para ejercitar su poder de confirmar su deseabilidad, como en el caso de la seducción y de pacientes particulares. Se irrita y se pone rígido frente al paciente difícil que pone su papel en crisis; en cambio, trabaja muy bien con el paciente observador y complaciente que lo hace sentir exaltado en su estatus.

La paradoja de este tipo de perfil de terapeuta, a pesar del daño que puede llegar a hacer, es que suele ser fácilmente desenmascarable y al cabo de un tiempo suele perder a sus clientes. Ahora bien, diferente es el caso de cuando esta persona ejerce en alguna institución donde los pacientes no puedan evitarle. Sin embargo, el torturador no es el tipo más peligroso que hay:

La realidad más peligrosa, por ser más sutil, es la representada por el terapeuta-torturador-consolador, o torturador-confesor, o torturador-confesor-consolador, etc., ya que, cuando se mezclan las características descritas, forman una síntesis que dificulta su identificación y manejo. En consecuencia, el paciente puede encontrarse envuelto en una relación ambigua y en ocasiones paradójica en la que al mismo tiempo puede sentirse consolado y reprochado, exaltado y descalificado, autónomo y coaccionado, deseado y rechazado, amado y odiado, etc.

5) El santo-misionero

Es el opuesto al anterior. Posee una gran devoción y sentido del sacrificio, tanto que viven en cuerpo y alma por su profesión; es decir, se sobreimplican:

El "santo" dedica horas a cada paciente, puede ser llamado a todas horas del día y de la noche, acude al domicilio de los pacientes, a su lugar de trabajo o donde se le solicite. Esta es sin duda la categoría de terapeutas más querida por los pacientes, ya que su disponibilidad y paciencia parecen infinitas.

Sin embargo, este perfil también entraña efectos negativos sobre el paciente y sobre el mismo terapeuta:

A menudo sus resultados están lejos de los esfuerzos y la intensidad apasionada de su relación con el paciente. El "santo", de hecho, a menudo se involucra tanto en los problemas de sus pacientes que pierde el poder terapéutico real. Esto ocurre sobre todo con aquellos casos clínicos (trastornos alimentarios, depresión, fobias-obsesiones) que tienden a contagiar al terapeuta. El acto de tratar no presupone el sufrimiento conjunto de médico y paciente. El sufrimiento del paciente es suficiente. Además, algunos pacientes concretos establecen relaciones casi de tipo chantaje con su terapeuta-santo, dentro de las cuales la disposición y abnegación del médico se convierten en rehenes de sus posibles agravamientos o recaídas.

No obstante, hay que destacar un aspecto positivo de este perfil y es que, al poseer una gran empatía y calidez, este tipo de relación puede desencadenar procesos para incrementar la eficacia terapéutica del tratamiento; no obstante, en los casos de patología que son especialmente graves o pacientes que tienden al chantaje:

La contraindicación más marcada para el papel del "santo" es hacia los propios terapeutas, que en este caso se arriesgan seriamente a entrar en ese conocido síndrome llamado burn-out, que es una forma severa de estrés por ejercicio exasperado de una profesión de ayuda que conduce a la manifestación de síntomas psicosomáticos y conductuales graves. Este es el caso del médico que se enferma con su propio tratamiento.

6) El profeta

A mí me gusta llamarlo más “el gurú”, pues es aquel terapeuta que está más centrado en transmitir una enseñanza que en los efectos reales de sus intervención. Este tipo de psicólogo se siente poseedor de una verdad que tiene predicar y para ello busca discípulos a los que convertir:

Esta es la persona que ejerce su profesión con el doble papel de curar y adoctrinar a los pacientes o sus seguidores a su sublime conocimiento. De hecho, el profeta-terapeuta suele estar mucho más atento al adoctrinamiento directo y al establecimiento de un gran grupo de fieles a su verdad que a los efectos de sus intervenciones terapéuticas. La mayoría de las veces esto no se debe a una elección deliberada de descuido terapéutico, sino a que está tan absorto en su papel de predicador de la doctrina que se vuelve ciego a todo lo demás, incluido cuál sería el papel que le exigirían los pacientes que acudieran a él para ser tratados.

Este tipo de terapeutas suelen atribuirse a sí mismos la mejoría de los pacientes, aunque esta no tenga nada que ver con su terapia. Hacen esto porque necesitan, ante todo, validarse a sí mismos. La afirmación que más se ajusta a este tipo de psicólogos es esta de Ronald Laing:

La elección de convertirse en psiquiatra y psicoterapeuta se debe a la necesidad de sentirse más cerca de Dios, casi como sus sustitutos.

Aquí terminan los 6 perfiles. Soy consciente de algunas personas habrán leído este artículo y lo habrán utilizado para denostar a la psicología o para autoconfirmarse que “los psicólogos no valen para nada”. No es mi intención generar esta percepción, así que no me gustaría que este texto se utilizase para disuadir a la gente de ir al psicólogo o que alguien, a modo de autoengaño, lo utilizase para confirmarse que no necesita ir a uno. Escribo este artículo para advertir a las personas de los peligros que, desgraciadamente, podemos encontrarnos cuando acudimos a un mal profesional. La única manera de separar a los malos profesionales de los buenos es sabiendo reconocerlos. Por tanto, espero simplemente haber podido aportar ciertas claves para identificar a los malos psicólogos. Por último, os dejo una reflexión del profesor Nardone:

En resumen, se puede decir que el estilo particular del rol que ejerce el psiquiatra o psicoterapeuta, en base a sus características personales, en sus variantes mostradas, manifiesta una marcada influencia en el ejercicio de la actividad terapéutica. La persona que recurre a un "médico de la mente" a menudo, sin darse cuenta, está a expensas de tales realidades. Un buen médico debe, elásticamente, desempeñar todos y ninguno de estos roles según el tiempo y las necesidades del paciente. Probablemente también debería desempeñar algún papel adicional, como el papel activo de persuasor, según lo informado por Frank (1971), un conocido estudioso de los procesos curativos; o la del seductor intelectual carismático y fascinante, como sugiere algún otro autor. Sin embargo, lo que todo paciente debe tener presente, en su interés personal de recibir no meras gratificaciones, o cálidos consuelos, o sugerentes adoctrinaciones, etc., sino beneficios terapéuticos concretos, es que, si su terapeuta manifiesta constantemente uno de los estilos descritos anteriormente, esta es la prueba de que tiene que cambiar de terapeuta. Teniendo en cuenta que, incluso antes del modelo adoptado por el terapeuta, lo que cuenta, para un resultado terapéutico exitoso, son sus características personales e interpersonales, el papel de terapeuta en sí mismo no libera ni emancipa de sus problemas a la persona que lo ejerce. Si ha tenido problemas personales y los ha resuelto, ciertamente es más capaz de comprender y resolver los problemas de sus pacientes que los que no lo han hecho. Sin embargo, aquellos con problemas graves no resueltos también serán influenciados por ellos en el ejercicio de su actividad de terapeuta. Cesare Musatti escribió: "Puedes curar a los neuróticos siempre que seas neurótico", pero quizás esta declaración debería reescribirse: "Puedes curar a los neuróticos siempre que hayas sido neurótico".