Los gitanos llegaron a la Península Ibérica hacia el siglo XV procedentes de la India, y desde el principio destacaron por sus costumbres y su lengua diferente. Los Reyes Católicos ya rechazaban sus comportamientos y desde 1499 existen leyes en contra de su estilo de vida, para ver si ello les alentaba a tener un domicilio fijo y un oficio.
La pragmática de 1499 indicaba que “Mandamos a los egipcianos que andan vagando por nuestros reinos y señoríos... que vivan por oficios conocidos... o tomen vivienda de señores a quien sirvan... Si fueren hallados o tomados, sin oficio, sin señores, juntos... que den a cada uno cien azotes por la primera vez y los destierren perpetuamente de estos reinos, y por la segunda vez que les corten las orejas, y estén en la cadena y los tomen a desterrar como dicho es…”.
Como veis, los castigos de aquellas leyes iban desde el destierro a la esclavitud y todos los reyes posteriores a Isabel y Fernando siguieron incidiendo en distinguir a los “buenos”gitanos integrados en la sociedad de los “malos”, que eran nómadas y se les acusaba de robos y otros delitos.
En 1717 Felipe V renovó las pragmáticas que iban en contra de esta etnia (aunque no se les nombraba como gitanos, sino que solo se aludía a sus costumbres), pero fue tres décadas después cuando Zenón de Somodevilla, el marqués de la Ensenada, ministro de Fernando VI puso en práctica un plan que iba destinado a “La extinción de los gitanos” según sus propias palabras. En su plan no buscaba matar a los gitanos, sino “simplemente” separar a los hombres de las mujeres “para impedir su generación” y de este modo conseguir que se extinguieran en pocos años.
En 1745 se publicó una Real Cédula implicaba pena de muerte para los gitanos “acuadrillados”, que portaran armas, y hacía lícito dispararles si eran sorprendidos con armas de fuego. Para sorpresa del marqués, la mayoría de los gitanos de esa época ya estaban avecinados (o sea, que tenían residencia más o menos permanente en ciudades) y estaban bastante integrados en la sociedad.
Diréis vosotros que qué tenía este señor en contra de los gitanos. Pues bien, el marqués de la Ensenada era entre otras cosas ministro de Marina de Fernando VI y quería construir una armada que derrotara a los ingleses para conservar América. Se dedicó a ampliar los arsenales españoles y para ahorrar costes empleó a vagos, presos y gitanos, siendo estos últimos los que más se sublevaban y más huidas con éxito llevaban a cabo, por lo que decidió “extinguirlos” en 1749.
Ensenada buscó apoyos en el confesor del rey, el jesuita Francisco de Rávago, que le transmitió al monarca que la extinción de los gitanos era voluntad divina. Además el obispo de Oviedo también dijo que no había ningún obstáculo en la moral cristiana para “separar esposas y maridos”. Por último, como estaba bien relacionado, el marqués consiguió que, por orden del Papa, los gitanos quedaran excluidos del derecho de asilo en sagrado.
De la teoría a la práctica del plan del marqués
En 1749 Ensenada puso en marcha su plan, que debía ser secreto para que pudiera realizarse sin que huyeran sus objetivos. En primer lugar ordenó censar a los gitanos de los pueblos y puso en manos del ejército enviar a los gitanos a los centros de reclusión para apresarlos a todos el mismo día y a la misma hora, para que no pudieran escapar. Las instrucciones se mandaron a todas las poblaciones donde vivían estas personas en varios sobres que debían ser abiertos el mismo día para que la redada sucediera a la vez en todos los rincones de España.
En el plan del marqués, los varones irían presos a los arsenales y las mujeres, niños menores de 7 años y ancianos, a las casas de misericordia. En sus instrucciones se indicaba que los generales que dirigieran la misión debían llevarla a cabo en secreto y todo se organizó para llevarse a cabo el 31 de julio de 1749.
Aquel día fueron apresados 9.000 gitanos, aunque se estima que lograron huir otros tantos. Se dio la circunstancia de que la mayoría de los arrestados eran habitantes de pueblos y ciudades sedentarios y eran valiosos para las economías locales, mientras que los prófugos eran casi todos los que "estorbaban" a las autoridades por su vida nómada.
El marqués no se rindió y ordenó perseguir a los prófugos, que serían condenados a la horca en caso de ser hallados (cosa que al final no se puso en práctica). Los arrestados fueron transportados a sus lugares de reclusión, pese a la llamada de los arsenales y las casas de misericordia, que indicaban que los internos estaban hacinados y que el motín era inminente.
Las autoridades españolas se encontraban perdidas porque no sabían qué hacer con tantos presos, que, además no podían ir a América porque estaba prohibido desde tiempos de Felipe II. Y ya hemos visto que no llevaban muy bien los trabajos forzados, así que el marqués de la Ensenada estaba en una encrucijada.
La rebelión de los gitanos
Las primeras en rebelarse fueron las mujeres, que fueron obligadas a caminar largas distancias con sus hijos a cuestas, embarazadas o ancianas, en su camino hacia las casas de la misericordia. Llama la atención el caso de las gitanas malagueñas que fueron en mar hasta Tortosa y de ahí caminaron hasta Zaragoza.
De las casi mil mujeres que partieron de Málaga solo llegaron a la capital aragonesa unas 600, entre las que sobrevivieron y las que no pudieron huir. Desde el primer día protestaban por la situación de hacinamiento en la que se hallaban y rompieron la ropa que les dieron el primer día, junto con la vajilla y el mobiliario de la casa de la misericordia zaragozana.
Como iban prácticamente desnudas no podían ir a oír misa, y los curas no podían hablar con ellas, y se dedicaban a burlarse de toda figura de autoridad que se les presentara, desde los porteros al alcaide, que estaba “aturdido y como alelado”. Para colmo de males en 1753 el médico dijo que había más de cien mujeres infectadas por la sífilis, situación que se reprodujo un año después.
Entre los hombres, hubo muchas protestas en los arsenales de Cartagena, donde al no caber los gitanos fueron encadenados a las viejas galeras, y en Cádiz. En esta última ciudad, el gobernador de La Carraca, donde había 1.000 hombres hacinados, escribió al marqués pidiéndole que no le mandara más gitanos porque no podía alimentarlos. Finalmente estalló el motín al final del verano, cosa que no fue óbice para que siguieran recibiendo presos.
El 28 de octubre de 1749 el marqués publicó una Instrucción en la que se retractaba de parte del proceso, dejando en libertad a los “viejos, impedidos y viudas” pero seguía pidiendo horca para los que se sublevaran. De hecho había horcas en la entrada de los arsenales y no se retiraban los ajusticiados hasta el siguiente ahorcamiento para que sirviera de lección.
El indulto general no llegó hasta 1763 cuando ya era rey Carlos III, y ya hacía tiempo que Ensenada había caído en desgracia (por temas que no tenían nada que ver con los gitanos). No obstante, debido a la fuerte burocratización de las instituciones ilustradas, la libertad se hizo esperar un par de años en algunos casos, por lo que los motines no cesaron y los militares que se tenían que hacer cargo de estos presos estaban siempre protestando. Fueron las protestas de los militares (y las puestas en libertad bajo cuerda) lo que desencadenó que el rey acelerara el proceso que de otra manera se habría eternizado.
A partir de ahí cambió un poco la actitud de las autoridades hacia estas personas, sobre todo de la mano de Floridablanca, aunque siempre hubo peligro para ellos por parte de personas como el conde de Aranda que solía explicarle al monarca un plan de extinción de esta etnia que no tendría mucho coste (y que de nuevo incidía en separar a los niños de sus padres).
Además de los textos que os he enlazado, podéis leer más sobre el tema en Anatomía de la Historia, la Aventura de la Historia, en este artículo de El Español y en Baxtalo.
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