Fue el 3 de Agosto de 1914.
Los estudiantes de ingeniería acudieron a alistarse como un solo hombre y Schepsken estaba entre ellos. Allí se encontraban sus amigos, abrazándose, lanzando su gorra al aire, agradecidos por la ocasión que les brindaba la historia: al fin se había declarado la guerra, después de tanto esperarla, y la victoria alemana era segura. Rápida e indiscutible. ¿Cómo iban ellos a desperdiciar esa oportunidad de tener una vida verdadera en vez de un simple discurrir entre los seres vivos? Era su ocasión. Se la habían ganado.
La cascada de alianzas se había puesto en marcha y en toda Europa se repetían celebraciones similares: en Francia, en Inglaterra, en Rusia, en todas partes creían que la guerra sería corta y victoriosa. En todas partes se preparaban para la fiesta de la épica, hartos de ciencia, cultura, desarrollo y paz. ¿Morir de un cólico sin haberse arriesgado nunca a más que una multa? ¿Quién podía llamarle vida a semejante insipidez?
En realidad, la gente no sabía muy bien a que atenerse y el mayor debate en cafeterías y terrazas de verano giraba en torno a lo inevitable de la guerra y, al mismo tiempo, a la falta de razones reales para llegar tan lejos. Se hablaba más de un argumento teatral que de un evento histórico: se hablaba más de figurines que de monarcas.
El 28 de Junio de aquel mismo año, un mes atrás, el heredero a la corona del imperio austrohúngaro, el archiduque Francisco Fernando, había sido asesinado por un grupo de exaltados serbios durante una visita a Sarajevo. El tema causó gran consternación en los círculos de la alta política, pero a nivel de calle se tomó con cierta indiferencia, una especie de deportividad que daba por hecho que todo lo que pudiese suceder en los Balcanes tenía que ser sucio, violento e irracional. La gente estaba harta de los constantes enfrentamientos entre serbios, croatas, bosnios, griegos, turcos, búlgaros, rusos y alguno más que haría interminable la enumeración. Se mataban. Se odiaban. Firmaban la paz. Se seguían matando. Se seguían odiando. ¿Quién podía tomar en serio a aquella gente marrullera que no sabía estarse quieta el tiempo suficiente para darse cuenta de que hacía el idiota de la manera más lamentable?
El heredero de la corona imperial había sido asesinado. Una pena. Parecía un buen muchacho. Habría que dar una lección a esos piojosos. En eso se resumió la opinión de la calle, y el verano siguió sin mayores sobresaltos, con vino en las tabernas, salchichas en las Biergarten y absoluta paz en las plazas. El verano estaba para mirar a las chicas: a las que hacían su segunda temporada, después de debutar en la primera, y a las que se estrenaban en sociedad y podían aportar alguna novedad al panorama de los capitales, de las opciones y de los besos practicables.
Durante el mes de Julio, mientras empezaba la temporada de baños y los terratenientes preparaban sus casas de campo para las fiestas más brillantes, la alta política intensificó los contactos diplomáticos, entre el tedio, los sofocos y las mosquiteras. La participación de las autoridades serbias en el asesinato del heredero austrohúnagro estaba fuera de toda duda, y aquello no podía quedar impune, pero tampoco debían llegar más lejos las cosas. Los serbios, que no le importaban gran cosa a nadie, habían hecho algo malo, y tenían que sufrir su castigo, para que el natural orden de las cosa pudiese continuar sin sobresaltos. Era, sobre todo, cuestión de pedagogía.
En principio, Rusia no quería ir a la guerra, porque estaba en pleno despegue económico y temía las consecuencias de una derrota como la que pocos años atrás había sufrido contra Japón. Su atraso secular se iba corrigiendo poco a poco con medidas razonables. La gente vivía un poco mejor. Los ricos invertían, los pobres ganaban más y se permitían un samovar en casa... ¿Por qué diablos iba Rusia a quererse meter en una aventura abortiva a mitad de su metamorfosis en mariposa desde su actual estado de gusano?
Austria-Hungría, quería dar un escarmiento a Serbia, pero sus primeros pasos fueron temerosos, porque temían desatar las alianzas y quedarse solos contra el resto. Austria era una especie de vieja dama mojigata a la que, antes que nada, le preocupaban las apariencias. ¿Qué pensarían los demás? ¿Cómo se lo tomarían? ¿Hasta que punto quedaría a salvo su orgullo? Así que, antes de nada, los austriacos se aseguraron el apoyo de Alemania en un posible conflicto. El Kaiser alemán aseguró que los apoyaría y al mismo tiempo se fue de vacaciones, a los fiordos noruegos concretamente, dejando bien claro que por él no habría guerra, al menos de momento. Nadie inicia una guerra mientras está de viaje por el extranjero. El compromiso del Kaiser parecía una especie de garantía con una tía abuela a la que no quieres desairar. Sólo eso.
Cuando el Kaiser Guillermo se fue de vacaciones, toda Europa respiró aliviada, convencida de que volvería a haber muchos ladridos y pocas mordeduras. Crónica de perrera, le llamaban los periodistas franceses de la época, con ese genio congénito para acuñar términos tan maravillosamente visuales.
Los austrohúngaros se conformaron entonces con lanzar a Serbia un ultimátum humillante, y luego ya se iría viendo. Un ultimátum es algo que también manda un feriante a otro porque ocupa la mitad de su zona de sombra en el tiovivo durante las fiestas patronales. No parece gran cosa.
Los británicos, por su parte, desplegaron su diplomacia para parar la guerra. Aquello era una locura, y para ellos, si tenía que correr algo de sangre, que fuese en Serbia y sólo en Serbia, pero no valía la pena extender el enfrentamiento. Los británicos conocen hasta setenta y siete categorías de sangre que puede correr, y las tienen todas tasadas y valoradas en una especie de catastro de la violencia. Aquello no llegaba más allá de la categoría diecinueve, empezando por abajo.
Entre tanto, el presidente francés, Poincaré, viajó a Rusia para tratar con el zar Nicolás la situación. Francia tampoco quería la guerra y había que encontrar el modo de apaciguar los ánimos. Había muchas opciones, muchos peligros y muchas tonterías a medio camino entre la realidad y la solución, pero era necesario llegar a un escenario realista, sin teatros ni oropeles.
Aprovechando ese viaje, y por sorpresa, los austriacos enviaron a Serbia el ultimátum el 23 de julio, lo que irritó profundamente al Kaiser Guillermo, que ni loco quería entrar en guerra contra todo el continente. Para el Kaiser, Alemania era un país que sacaba ventaja a los demás en ciencia, en investigación y en industria, y que poco a poco eso se impondría a la carencia de colonias, porque el que llega tarde sufre esas desventajas históricas inevitables. Los alemanes sabían perfectamente dónde estaban sus ventajas y sus puntos flacos, pero su carácter no les permitía hablar ni de los unos ni de los otros.
El Kaiser, por tanto, prefería contemporizar. Lo habían educado para monarca y esto significaba leer bravuconadas y entender plazos flexibles y hasta infinitos, o al menos indefinidos. Esto significaba leer despachos agresivos y tomarse un té.
Sin embargo, los militares alemanes eran de otra opinión, lo mismo que el canciller, Von Bethmann-Hollweg, que obstaculizó cuanto pudo la iniciativa del Kaiser de convocar una conferencia de paz donde pudiesen reunirse todos y atajar el conflicto. ¿Para qué puede servir una conferencia de paz cuando la decisión idónea es la guerra? ¿Qué demonios es una conferencia de paz más que una muestra de cobardía, o cuando menos de indecisión? Von Bethmann Hollvweg no pensaba que fuese hora de indecisos ni de cobardes: era la hora de dar un paso al frente y asumir riesgos. Todo o nada, ¿Por qué no? Cartago y Roma habían aceptado la apuesta. ¿Por qué no Alemania?
El mismo 23 de Julio, el Kaiser regresó de vacaciones muy preocupado por el rumbo de los acontecimientos y muy enfadado por la actuación de su propio canciller y su diplomacia. Él daba unas órdenes y en lugar de tratar de interpretar sus deseos se cumplía todo lo contrario, como si nadie lo conociese y él fuese un extraño que hablase en una lengua incomprensible. ¿Qué diablos estaba sucediendo?
Los británicos hicieron una propuesta para limitar el alcance del conflicto y el Kaiser la aceptó, enviando un telegrama a Viena para que los austrohúngaros detuvieran su ataque a Serbia. ¿Qué tontería era esa de convertir las palabra en acciones? ¿Por qué demonios iba a atacar a Serbia? ¿No se daba cuenta el emperador austrohúngaro de que eso era una paso más allá en la escalada? ¿En manos de qué clase de idiotas había llegado a caer la Cancillería cuando algo tan simple era tan complicado de explicar?
Pero los militares alemanes y el canciller von Bethmann-Hollweg interceptaron ese telegrama y retrasaron su entrega hasta que no hubo remedio. Era cuestión de una horas. Era cuestión de una pequeña avería en no sé qué puesto en medio del bosque, en el quinto pino, donde nadie esperaba esa clase de avería... Donde nadie esperaba otra cosa que no fuse mantequilla, cestos y troncos flotando río abajo. ¡Mala suerte!
El telegrama salió tarde, la conferencia de paz nunca se celebró, los austriacos atacaron Serbia, los rusos defendieron a Serbia, como no podía ser de otro modo si pretendían conservar su imagen y su prestigio, y declararon la guerra a Austria. Alemania tuvo entonces la obligación, por las alianzas, de declarar la guerra a Rusia, y Francia e Inglaterra se vieron obligadas a declarar la guerra a Alemania, ya que eran aliadas de Rusia.
En el Infierno hay una sala entera ocupada por los monstruos y criminales del siglo XX. Dicen que es una sala muy grande y muy concurrida, y que hay gente muy famosa allí. A von Bethmann-Hollweg no lo recuerda casi nadie, pero a buen seguro tendrá una caldera de honor, una especial y para él solo, en esa ilustre sala. Con un demonio auxiliar en dedicación exclusiva.
Vaya en su favor que, al acabar la guerra, insistió en declararse responsable de lo sucedido y en exonerar al Kaiser de toda culpa. Tenía razón, y por eso mismo, seguramente, no le creyeron. Salvo en el Infierno.
En el Infierno siempre te creen cuando te arrepientes demasiado tarde.
Buena suerte.