Cuando los alumnos hacen de apuntadores

En la época de Stalin, vivía en Moscú un insigne matemático. Se llamaba Fiódor Alexéievich Razín; había sido, en sus tiempos, un hombre guapo y buen cantante, aunque ahora ya no servía para el canto, tenía la boca repleta de muelas secas y sostenía la sonrisa como un bocado en la mitad izquierda de la mandíbula.

Como suele suceder a veces, otros aprovecharon las derrotas de sus enemigos dentro de la profesión, mientras que sus propias derrotas beneficiaron a sus amigos. Llevaba mucho tiempo en la universidad, era robusto, aunque en el umbral de la vejez, y le gustaba decir: ¡Ahora cualquier niñato tiene cincuenta años! Torpe a más no poder en los quehaceres cotidianos, el padre de nuestro Atanás Svilar vivía aislado y tan absorto en sus tareas matemáticas que en Moscú se repetían sus ocurrencias, como ésta por ejemplo: «El buen vino debe dejar en la boca el sabor áspero de un error matemático.»

Pues bien, una mañana ese Fiódor Alexéievich Razín fue visitado en su gabinete por un desconocido. Llevaba en sus manos unas cartas hechas según el modelo de los iconos. Inmediatamente dispuso las cartas sobre la mesa de Razín, y el primero en salir fue san Nicolás; luego echó a santa Parasqueva (Petka), san Elias, patrón del trueno, y se paró cuando salió la Paloma. El visitante, un hombre muy joven, dijo como quien no quiere la cosa, mirando en las cartas, que el gran renombre internacional del profesor los obligaba a todos, incluso al mismo Fiódor Alexéievich. Le propuso sin rodeos afiliarse al Partido Comunista. Recogió con la mano todas las cartas de la mesa, excepto la de san Nicolás, y, acercándose a Fiódor Alexéievich, concluyó:

—Toda historia se debería dejar reposar un poco. Si al cabo de una noche ha crecido como la masa del pan, quiere decir que es buena. La tuya ya ha reposado y ahora hay que cocerla. Esto tendría también un eco internacional...

El profesor se defendía esgrimiendo que no entendía mucho de esas cosas, que estaba entrado en años, que su tiempo estaba ocupado por los proyectos del instituto, pero todo fue en vano. El visitante carraspeó con mucha vehemencia, quiso escupir en medio de la habitación, cambió de opinión, tragó, pero no se pudo contener y pisó, arrastrando por el suelo, aquel escupitajo frustrado.

—Te lo tendremos en cuenta —añadió—. Nosotros no matamos el tiempo de nadie. Tenemos de sobra qué matar.

Cogió a san Nicolás y se marchó.

Afiliaron a Fiódor Alexéievich y al poco tiempo le citaron para la primera reunión. Acudió a buscarle un bedel de la facultad, un hombrecillo al que siempre le lloraba el ojo izquierdo. Tenía la misma edad que el profesor y podría decirse que era casi su amigo. Entraron en un largo pasillo, lleno de sillas y de un humo tan denso que se podía peinar. Se sentaron y empezó la reunión. El profesor, de sobra conocido como rápido y metódico, inmediatamente se puso a apuntar cada palabra. Acomodaba el pie en el zapato girando la punta y anotaba. Hizo lo mismo en dos reuniones posteriores, y en la siguiente pidió la palabra. Entretanto, al comprender qué era lo que se esperaba en aquel momento de la organización a la que pertenecía desde hacía poco, elaboró en casa un sistema de medidas que había que tomar, imprescindibles si se quería alcanzar el objetivo propuesto. El sabía, como matemático, que cada día hermoso en la vida se paga con uno malo, y trasladaba todas las conclusiones a fórmulas matemáticas que, con su implacable lógica de números, imponían una solución.

Antes de llegar, compró un pirog ya que en el trabajo le había entrado hambre, lo guardó en el bolsillo y entró en el conocido pasillo. Naturalmente adivinaba que el inventario del futuro había sido sacado en realidad del sótano del pasado: los pesados baúles de trastos gastados y carcomidos, olvidados hacía ya mucho, habían sido trasladados a un nuevo paradero, aún deshabitado. Así lo expuso en la reunión con su pulido idioma de números, subrayando que lo que buscaba el camarada A del comité y la camarada B de los servicios adjuntos no podía dar el resultado C (como ellos esperaban), sino Y, de modo que para obtener la deseada C era necesario y lógico cambiar justamente lo que ellos... A saber, quien quiere cambiar el mundo, debe ser peor que dicho mundo, en el caso contrario todo el proyecto se vendría abajo.

En ese momento, sin dejarle terminar la frase, lo interrumpió una asustada voz:

—Perdone, camarada profesor, ¿le importaría darme un trocito de pirog? —Del bolsillo del profesor se extendía un olor irresistible a pirog con cebolla, y alguien se lo pedía.

Razín se turbó un poco, sacó el pirog, se lo alcanzó al bedel (puesto que era él quien se lo pedía), pero eso arruinó la impresión de su discurso. Mientras que el profesor zurcía, confundido, el final de su ponencia, una mano le tiró del faldón del abrigo y le obligó a sentarse. Otra vez era el bedel.

—¿Tiene dinero? —susurró tan pronto como el profesor se encontró en el asiento de al lado.

—¿Cómo ha dicho?

—Si lleva dinero consigo, Fiódor Alexéievich.

—Sí, algo, pero... ¿por qué?

—No pregunte nada. Tome esto, sin que nadie lo vea... Aquí tiene treinta rublos. Y escúcheme atentamente. Se lo digo por su bien. No se vaya a casa. En modo alguno a casa. Nunca jamás. Ni por lo que más quiera. Váyase a la estación de ferrocarriles, a la de Riga, o a cualquier otra, coja el primer tren que pase, no importa cuál. Y no salga del tren hasta que pare en la última estación. Cuanto más lejos, mejor. Entonces baje. Y no le diga a nadie quién es. Luego ya se las arreglará... La oscuridad será su techo, y el viento la mañana. Ahora váyase...

Y Fiódor Alexéievich,. que no sabía mucho de las cosas de este mundo, se echó sobre los hombros su capote forrado de algodón y siguió el consejo de su amigo.

AI tercer día de viaje, ya muerto de hambre, inmerso en un paisaje matinal como pintado con vino sobre la ventanilla del tren, introdujo la mano en el bolsillo y palpó el pirog. Aquel mismo que el bedel le había pedido y metido de nuevo a hurtadillas en su bolsillo. Ahora le vino de perillas, pero cuando lo mordió el tren dio un silbido que le cortó el bocado en la boca y toda la gente bajó. Estaban en la última estación. Fiódor Alexéievich pensó con zozobra: El ruso se lo pasa bien sólo cuando está de viaje; salió, y se hundió en el infinito silencio que había ido creciendo desde Moscú hasta allí, con cada versta recorrida. Caminaba por la nieve profunda como el silencio, mirando las casas colgadas de humos inmóviles fijados al cielo invisible, como campanas al campanario. Un perro atado en la helada gemía ronco. Estaba sobre la rama de un árbol como un pájaro, porque su cadena era demasiado corta para poder hacerse una guarida en la nieve.

Razín giró en torno suyo. No tenía adonde ir y no sabía qué hacer. Todo estaba cubierto de nieve, y como en aquellos tiempos en Rusia no había posadas ni siquiera en Moscú, mucho menos iba a haberlas allí, donde lo único que le quedaba al hombre eran sus doloridas y congeladas orejas. Vio una pala apoyada en la puerta de una casa, y sin pensarlo, pura y simplemente para entrar en calor, la agarró y se puso a quitar nieve.

Como por un lado hacía cada vez más frío, tanto que no se podía lamer los labios porque se quedarían pegados, y por otro Fiódor Alexéievich todavía era un hombre fuerte y sistemático como siempre, el trabajo progresaba a pedir de boca. No sólo abrió un camino entre los montones de nieve, de un metro y medio de alto, desde la casa de la que había partido, sino que se puso también a quitar nieve de la carretera principal, en ángulo recto. De paso, llegó a la conclusión de que la eternidad y lo infinito eran asimétricos y se entretenía tratando de demostrar esta proposición vía matemática. Al quitar un montón de nieve de una tienda descubrió en el escaparate un anuncio apenas legible. Derritiendo con su aliento el hielo del cristal leyó:

SE FOTOGRAFÍAN ALMAS

EN TRES DIMENSIONES

RADIOSCOPIA DE SUEÑOS

Hay que pedir hora con una semana de antelación. Se hace un ensayo general. También se buscan las fotografías más logradas de sueños en todos los formatos, en color o en blanco y negro. Se pagan honorarios especiales por las mejores grabaciones de recuerdos, aptas para ser emitidas en las cadenas de televisión. Las grabaciones de pensamientos infantiles se pagarán a buen precio y se distribuirán entre los coleccionistas y los sistemas cerrados de vídeo.

Perplejo, Razín sintió como si algo le enjuagara las cejas, el bigote y las orejas; estuvo a punto de posar la mano sobre el picaporte, pero en ese instante vio que al pie del increíble anuncio alguien había añadido con un lápiz:

La tienda, en el mejor de los casos, está cerrada.

Razín sonrió con alivio, por lo que la helada le penetró en la boca, y prosiguió deprisa su labor. Por la tarde había llegado hasta la plaza mayor, y allí le descubrieron.

Los lugareños se dieron cuenta enseguida de que el hombre que tenían ante ellos era el mejor quitanieves jamás visto en aquellos parajes y le encaminaron a la brigada local de mantenimiento de limpieza en las calles. Un hombre desconocido ha surgido del desierto —dijeron— y tiene buena maña con la pala. Le dieron té, azúcar, y una cucharilla, a decir verdad agujereada y con el mango torcido, como si alguien con muchísima fuerza hubiese querido extraer algo de aquel mango, una lágrima, un poco de té o una gota de mantequilla. Entró en calor al lado de la estufa, bebió el té y se quedó anonadado. Se trataba del famoso té blanco, que costaba diez rublos de plata la libra en la Rusia de los zares, y los perros que lo bebían se volvían tan rabiosos que despedazaban todo lo que caía en sus garras. Pero no tuvo tiempo para preguntarse cómo habían conseguido aquel té, ya que de nuevo estaba en la nieve, esta vez entre un grupo negro de barrenderos municipales. Escuchó el mensaje de silencio que justo llegaba a su fin y se lanzó a quitar la nieve con más ahínco aún, al haber comprendido que luego, como los demás, tendría dónde pernoctar.

De esta manera comenzó su nueva vida. Lavaba los calcetines con nieve, tomaba té de nieve y quitaba nieve, de tal forma que hacia finales del invierno fue proclamado el mejor de su turno. Se despertaba con las huellas de su oreja en la toalla empapada de lágrimas y babas que le servía de almohada, y se ponía a quitar nieve con frenesí. Al invierno siguiente los periódicos locales escribieron sobre él, y a los dos años en el Pravda de la capital salió una nota sobre sus éxitos. Llegó a ser el mejor quitanieves de la comarca y uno de los mejores de todo el país. A veces por la noche soñaba con doce barcos que tenían los nombres de doce apóstoles, o con trece jinetes que llevaban un crucifijo y un baldaquín, intentando llegar al galope hasta un decimocuarto jinete. Cuando le cubrieron con la sombra del baldaquín, se pararon.

—¿Quién eres? —le preguntaron los discípulos de Cristo, reunidos en torno al crucifijo, sin desmontar.

—Soy el decimocuarto discípulo —replicó el desconocido bajo el baldaquín, y Razín se despertó.

Tenía la cara llena de una suerte de arena, se la restregó y dedujo que eran lágrimas secas de los sueños. Lloraba en sueños por su hijo al que nunca había visto, y sin embargo sabía que existía. Evidentemente, los sueños y las lágrimas venían aún de su vida pasada, llegaban tarde. Entonces se levantó y quiso coger la pala.

Pero esa mañana no se la dieron. Le retuvieron en la barraca. Acudió a verle un hombre joven. Tenía las puntas de las cejas y del bigote cuidadosamente tapadas por la bufanda con que se cubría la cabeza. Su mirada cayó sobre la cara de Fiódor Alexéievich como polvo, el joven se quitó una manopla y en su mano apareció un cigarrillo encendido. Se puso el cigarrillo en la boca, sacó un afilado cuchillo para zurdos y un trozo de tocino, cortó con la mano izquierda un pedazo, se lo ofreció a Fiódor Alexéievich y a continuación fue al grano. El renombre de mejor trabajador del que gozaba Alexéi Fiódorovich (así se había presentado Razín en su nuevo lugar de residencia, y así le llamaban) obligaba a todos, incluso al mismo Alexéi Fiódorovich. Por lo tanto tendría que afiliarse al Partido Comunista. Cuanto antes mejor. Esto tendría mucha resonancia fuera del pueblo y desde una perspectiva más amplia...

Razín se quedó helado cuando oyó aquella propuesta y su cerebro empezó a trabajar deprisa, pero al oír toser al viento en la ventana renunció a seguir pensando, y dijo:

—Pero querido camarada, si yo soy analfabeto, ¿cómo voy a entrar así en el Partido?

—Eso no importa, Alexéi Fiódorovich, no importa. Tenemos muchos como tú. Natalia Filípovna Skargina les enseña las letras; dirige el curso para analfabetos, y en él te meteremos a ti con los demás ignorantes, y cuando aprendas, comenzarás a asistir a las reuniones, pero mientras tanto, durante un mes, no te molestaremos.

Así que Fiódor Alexéievich fue al curso de Natalia Filípovna. Se encontró en una bonita casa de madera, en el pasillo había un montón de palas y veinticuatro pares de botas. El también se descalzó y entró en una sala increíblemente baja llena de pupitres. En ellos estaban sentados veinticuatro asistentes al curso de Natalia Filípovna que, exhalando vapor de tan mojados como estaban, mordían las puntas de los lápices y escribían según el dictado de la propia Skargina la letra i: inclinada fina, recta gruesa... La estufa brincaba en un rincón y derramaba el agua puesta para el té. Natalia Filípovna estaba sentada tras la mesa y se volvió alegremente hacia el recién llegado que rozaba el techo con la espalda:

—Te agachas, ¿eh?, ¡agachas la cabecilla! Así se hace ante la profesora. Por eso desde que el mundo es mundo se hacen los techos bajos, cuanto más bajos mejor, para que no os pavoneéis.

Hizo sentar a Fiódor Alexéievich y le ofreció té, con lo que se vio que Natalia Filípovna Skargina en realidad estaba de pie tras su mesa y que su estatura era tal que parecía estar sentada cuando estaba de pie. Luego se volvió hacia la pizarra, sacó de la oreja un pedazo de tiza y comenzó la clase de matemáticas.

—Uno más uno —escribía y deletreaba en voz alta Natalia Filípovna—, ¡uno más uno: dos! Y esto en lunes y en martes, recordadlo. Y ayer lo fueron, y lo serán por los siglos de los siglos: dos y sólo dos.

En la habitación hacía calor, la estufa había comenzado a pasear, como desenganchada de la cadena, todos deletreaban: uno más uno son dos. Fiódor Alexéievich también tomó el lápiz para anotar lo que había en la pizarra y ya no se pudo contener. Sólo entonces comprendió que desde que había cogido la pala para quitar nieve no había vuelto a sudar, y que todo aquel sudor acumulado tenía que salir de él por alguna parte. Y por primera vez en todos aquellos años no se pudo aguantar. Se levantó decididamente, dio con la cabeza en el techo, salió a la pizarra, se dirigió con su convincente voz de antaño a Natalia Filípovna, que se quedó muda, y ante el estupor de todos los presentes dijo:

—Eso son matemáticas del siglo XIX, querida Natalia Filípovna. Permítame que se lo haga notar. Las de hoy, las matemáticas modernas, miran las cosas de forma diferente. Saben que uno más uno no tienen por qué ser siempre dos. Déme esa tiza un momento y se lo demostraré inmediatamente.

Y Fiódor Alexéievich comenzó a escribir en la pizarra los números con su velocidad habitual. Las ecuaciones se sucedían una tras otra, en la sala reinaba el silencio, el profesor por primera vez después de tantos años hacía de nuevo su trabajo, aunque, a decir verdad, encorvado de aquella manera no podía controlar muy bien los números; la tiza chirriaba de forma extraña y de repente el resultado fue, contra todas las previsiones de Fiódor Alexéievich, otra vez 1 + 1=2.

—¡Un momento! —exclamó Fiódor Alexéievich—, algo va mal, sólo un momento, pronto veremos dónde está el error.

Y mientras, un pensamiento descabellado le daba vueltas en la cabeza: ¡Todas las partidas de cartas perdidas componen un todo! Y esa ocurrencia no le dejaba calcular. Los pensamientos tronaban en su interior, y ese ruido ahogaba todos los demás. Pero su sin par habilidad le salió al paso, enseguida supo dónde encontrar el fallo y se lanzó con la tiza sobre las líneas de números escritos, de los que ya se desprendía un polvo blanco.

Y en ese instante toda la clase, los veinticuatro, todos excepto Natalia Filípovna Skargina, comenzaron a coro a soplarle la solución:

—¡La constante de Planck! ¡La constante de Planck!