Y ahora que he vuelto de fiesta, y me he quitado el sombrero que sólo me pongo una vez al año, me da por reflexionar y busco un camino menos trillado que el balance anual.
Mi pensamiento va hoy hacia toda esa gente que tiene mi misma edad, o una poca menos, y que ha ido capeando el temporal de estas crisis a fuerza de pequeñas o grandes renuncias. Ya no hablo de los que tuvieron que marcharse al extranjero, o los que tuvieron que cambiar de profesión, sino de los que se sienten relativamente bien con su vida y su trabajo. Y hasta de mí mismo, si no me pongo muy exquisito en las delimitaciones.
Y el caso es que creo que en nuestra generación, o en nuestra generaciones, porque son varias, hay demasiadas personas con corazones como bolsos cerrados, gente que en vez de gastar la vida la lleva usureramente hasta la muerte, y allí la entrega toda de un golpe.
¿Desvarío? No creo. ¿He bebido? No tanto como para perder el tiento de lo que escribo.
Lo que pretendo decir es que cada día conozco más personas que se preocupan más por su salud que por su vida, que corren para estar sanos pero son incapaces de estar alegres, que el principal fin de sus fines es vivir más años, pero no disfrutan de nada, no se arriesgan a nada, no miran de frente ningún deseo, ni reconocen otra aspiración que estar más seguros, vivir más años y cobrar mejor jubilación.
Y así, de año en año, empujan su vida, trasvasándola de un calendario a otro como el que todos los días cambia de garrafa el vino que no se bebe, como el avaro que entierra las monedas y las desentierra por el placer de contarlas, pero sin intención de convertirlas nunca en un caballo, una mujer o una juerga.
Así, de año en año, siguen a nuestro lado haciéndolo todo un poco más borroso, como si fuesen ellos, más que el tiempo, los que nos hacen envejecer. Y quizás sea así. vete a saber...
Ojalá sepamos gastar hasta el último céntimo de este año nuevo que nos regalan.