Echas una mirada a tu móvil cada 30 segundos (o cada minuto, o cada cinco minutos como mucho) ¿Qué buscas con ello? Puede que solamente aliviar el estrés con un movimiento compulsivo que te distrae momentáneamente. Puede que mires tus redes sociales para ver si tu última foto ha alcanzado los cien likes, porque ésa es la mayor alegría que puede darte el día. Puede que esperes un whatsapp de tu jefe poniéndote verde por tu baja productividad, o informándote de que ha decidido prescindir de ti. En cualquier caso, no puedes dejar de mirarlo.
Terminas tu día y te cuesta horrores dejar quieto el móvil y concentrar tu atención en algo distinto. Hay una buena película, o te han recomendado un libro excelente, pero no consigues el punto de desconexión que precisas para sumergirte en la historia y disfrutarla. Y acabas perdiendo el hilo.
Tu mente te sugiere hacer algo distinto, y explorar aquellos lugares, personas o actividades que intuyes que pueden enriquecer tu vida. Pero no lo haces porque 1) no tienes tiempo; 2) no va a funcionar y 3) estás demasiado cansado. Los esclavos del presente nunca tenemos tiempo, y cuando lo tenemos todo el veneno que hemos ido absorbiendo nos impide gozarlo.
¿Conoces esa sensación de necesitar hacer algo una y otra vez, y sentir asco por rendirte ante ella debido a que no te reporta nada positivo, sino más vacío? Es difícil distinguir la delgada línea que separa el trastorno obsesivo-compulsivo diagnosticado y lo que muchos hacemos con nuestros teléfonos (o con otras fuentes de alienación todavía más dañinas, como la de dedicar el fin de semana a drogarse o beber hasta vomitar).
También es remarcable la conducta de quienes, semana tras semana, dedican su tiempo libre a ir a los mismos bares de copas a repetir los mismos rituales con las mismas risas enlatadas y el triste y desgastado deseo de guardar las apariencias y fingir una diversión inexistente. No hablo de quienes eligen sus planes de ocio y, dependiendo de la semana, pueden alternar bar-concierto-recital-cine-pequeño viaje-quedarse en casa con un juego de mesa. Hablo de los autómatas de discoteca.
Lo que describo es, más que una enfermedad, síntomas de la misma. Hay otros síntomas como el aislamiento o la negación de uno mismo. En una misma habitación pueden coincidir dos personas que están hechas la una para la otra. Lo más probable es que no lleguen a hablarse, o que si lo hacen su conversación sea tan banal que no lleguen a descubrirse y continúen cada uno su camino. Hoy en día es tremendamente raro que alguien se quite la careta y hable al mundo sin complejos, mostrándole su verdadera identidad. El miedo a salirse de la norma es demasiado fuerte.
A una buena parte de los esclavos del presente nos sucede lo que a aquel elefante que desde pequeño vivió encadenado. Intentó romper su cadena mil veces siendo pequeño, pero no tenía fuerzas suficientes e interiorizó que la cadena era más fuerte que él. Cuando fue grande y tuvo la fuerza precisa para romperla sin esfuerzo, esa convicción le llevó a no intentarlo nunca. Una buena parte de los esclavos modernos estamos atados por cadenas invisibles y barrotes transparentes. Tenemos la libertad a un paso de nosotros, pero nunca la tocaremos.