El otro día quedé perplejo al leer los argumentos de Casado para justificar la derogación de la actual ley del aborto (cuyo contenido coincide con la legislación sobre la materia de la inmensa mayoría de Estados de la Europa Occidental). No se escudaba en la dignidad del feto, ni aducía que su nivel de desarrollo justificase una protección lo suficientemente intensa como para anteponerse a la libertad de la madre...simplemente alegaba que España necesita muchos (y muy) españoles para sostener el sistema de pensiones en el futuro. Y los hijos no deseados son la maquinaria de trabajo idónea para lograr el objetivo.
Con su escasa cultura, muy posiblemente no se dio cuenta de que se estaba colocando al nivel del Partido Comunista Chino, que en 1979 impuso en el país la "política del hijo único", limitando la libertad reproductiva de las mujeres con base en objetivos socioeconómicos (control de la superpoblación). Aunque la medida se impuso ya fallecido Mao, durante su extenso gobierno se iniciaron las primeras limitaciones de natalidad. Tanto en los años 70 como ahora, resulta monstruoso limitar un derecho tan básico como la libertad reproductiva porque "al país le conviene". Es un sacrificio de la libertad individual (y en un aspecto de su ejercicio singularmente digno de protección) con base en supuestos intereses colectivos propia de un sistema totalitario. Y que la defienda un supuesto liberal, da fe de hasta qué punto está desamueblada su cabeza.
Pero esta burrada se enmarca, dentro de otras muchas, en una estrategia populista cuyo objetivo es poner en primera línea del debate político cuestiones relativas a la moral privada de cada uno y que, por ende, solamente a él le incumben. La religión, la forma de vestir y la moral privada en general, es un tema que cada cual debe ejercer libremente mientras no atente contra los derechos del prójimo (y entre esos derechos del prójimo no está el sentirse ofendido porque una chica lleve minifalda u otra velo, ya que puede ejercer su libertad de mirar para otro lado y vestirse él mismo como le plazca).
A nadie le importa si yo soy musulmán, judío, ateo o cristiano. A nadie le importa si salgo en una procesión o me visto de lagarterana en la cabalgata del orgullo gay. A nadie le importa si una mujer lleva minifalda, falda hasta los tobillos, toca (por ser monja) o velo. Otra cosa será que su padre o su marido (por ser un fanático ultracatólico o un integrista islámico) le obligue a ir así. En ese caso el Estado deberá proteger su libertad para vestir como le plazca. Pero mientras actúe libremente, nadie debe meterse en su opción personal.
En las sociedades verdaderamente maduras, existe el sentido común suficiente como para considerar irrelevantes las costumbres del prójimo, y por tanto excluirlas del debate político. La finalidad de la política es construir un Estado idóneo para que cada cual desarrolle libremente su personalidad, protegiéndole de las agresiones externas (desde la explotación laboral al ataque de un atracador) y garantizándole las oportunidades precisas para crecer como individuo y vivir dignamente (lo cual exige un reparto de la riqueza destinado a generar esas oportunidades invirtiendo en sanidad, educación o servicios sociales). Eso es lo único que merece ser objeto de debate político. Porque, si tengo dos dedos de frente, a mí no me importará si el candidato del partido X es gay, le apasiona el fútbol o le gustan las romerías. Me importará si su programa va dirigido a garantizar mis derechos como ciudadano.
El populismo neocon no puede ofrecer escuelas, hospitales, pensiones dignas o becas para los jóvenes estudiantes. No puede porque su programa va destinado a destruir todas esas conquistas. Por eso enarbolan mantras basados en las particularidades morales, religiosas, culturales y personales de cada cual, para que sacrifiquemos la tolerancia e iniciemos una guerra absurda entre ciudadanos que, si tenemos dos dedos de frente, deberíamos buscar lo mismo (precisamente lo que ellos quieren negarnos). Y mientras nos peleamos, nos robarán la cartera una vez más.