Cuando era adolescente y no tenía el dinero que te exige saborear la sagrada cultura, robaba libros y discos. Siempre en grandes superficies, añadiendo revolución al placer, dispuesto a machacar a los desalmados chorizos que atracaban una heroica librería de barrio, o a esas entrañables tiendas de discos que solo perviven en el recuerdo. Acompañado muchas veces, pero solo como acojonados ayudantes, de algunos actuales próceres del cine español que ahora exigen cárcel para los timadores callejeros del top-manta.
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