Desde el pequeño hurto construyeron una estructura mafiosa que golpeó con dureza en la Comunidad de Madrid. En la cúspide de la organización, tres búlgaros coordinaban a sus huestes, un puñado de chicas jóvenes de su mismo país que eran expertas en el robo. Las llamaban las cardarashis y habían robado al menos mil smartphones. Aprovechaban los espacios concurridos para sisar los terminales que después vendían en el mercado negro. Se movían con rapidez y sostenían su actividad en un entramado de pisos distribuidos en diferentes municipios.
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