Cacofonía. Una lección de mala literatura

Hace muchos años me pidieron que escribiese el relato más espantoso de que fuese capaz, pero con pretensiones de escribir algo bueno. Desde entonces, este texto se usa en talleres literarios por toda España como ejemplo de cosas que no se deben escribir, malos modos narrativos, redundancias, cacofonías, tópicos y estilo pretencioso.

Me apetecía compartirlo con vosotros, por si alguien le saca algún provecho.

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Susana se sentó en su asiento favorito, se agenció el cojín rojo que jamás dejaba y digirió meditabunda su furibundo fracaso. Un fracaso impío y sarmentoso como las sandalias de un viajante de planchas.

Era una mujer mayor, de unos treinta años, con melena color miel, tez tostada de melocotón al horno y ojos aceitunadamente brillantes, como si hubiesen manufacturado sus pupilas con el moho de la incertidumbre. 

Acababa de dejar a su pareja, el mejor equipaje de su vejez almanaqueada en rigideces desventajosas. Ella le llamaba así, su equipaje, porque era callado y no hablaba nunca, ni tenía más iniciativa que ir al baño cuando el rugido de sus tripas lo exigía. Y iba poco.

Y lo había dejado, después de tantos trienios, cuatro por más indicación, y se sentía asentada en el envilecimiento lacerante de una culpabilidad inefablemente inexpresable que no podía explicar con palabras. Susana se sentía asesinada en su sexo femenino por el cansino cansancio del devenir de sus mañanas de trabajo de enfermera de hospital de pago, sus tardes y sus noches ensoñadas mas no consumadas, consumidas, eternizadas en alcanfores y naftalinas, mercurocromos del alma que en dejando de actuar sobreescuecen la realidad supurante . La vida tenía que ser otra cosa. La vida tenía que tener otra incitación a la trascendencia distinta de un salario menoscabado y un paso por la acera atropelladamente llana, como la calva de un ciego, de los parques sin niños, sin viejos, y sin ganas.

No era lo peor quedarse sola: peor era pernoctar en papeleos pueriles de divorcios, separaciones y peritajes. Peor era hacer recuento de raquíticas racanerías y rimbombantes terracotas de recuerdos reconcomidos en memoria olvidadiza. 

Tenía que rehacer su vida. Con el alma traspasada y la consciencia marchita. Tenía que ser bonita, y guapa, y joven otra vez para sentirse objeto de miradas y no ser un trasto arrumbado, desterrado de la mirada del albañil, del piropo del butanero y del deseo del jerarca. El mundo es eso: ser deseado y estar en el mercado, ser bocado codiciado y objeto de pecado. Si nadie peca por ti no eres nada más que una nulidad.

Y a Susana le molesta ser un cero a la izquierda, una cifra desmedida que ni siente ni padece. Quiere ser dueña del rumbo y del timón, gobernar el embrague de sus sensaciones en mansa delicuescencia de amores carminativos. Y sentir, sentirse soñar despierta sobre las riendas de su cuerpo y de su mente, blandamente arrebatada por el céfiro bruñidor de las consideraciones hueras.

Susana sabe esperar, pero ya no quiere más demoras ni impagados del sentimiento, ni más provisiones por insolvencia afectiva, ni más clientes de dudoso cobro en el corazón. Ella sueña con un mundo afectivo de clientes a caja, de inmovilizados inmateriales liquidables en besos, de almacenes de caricias, de valores añadidos soportados y repercutidos que salden ilusiones renacientes.

Ella quiere sentirse joven de nuevo. Quiere ser y será, porque se es cuando se quiere ser y se hace el ser en el siendo y el haciendo de cada día.

Susana será siempre Susana, sin Sebastián y sin sexo, sin historia, sin futuro, sin más esclarecer que el día de levantarse y ponerse de una vez manos a la obra de su inempezado renacimiento.