El día que Rita Barberá envió a los operarios a derribar aquellas casas del Cabanyal alcanzó la cota más alta de la infamia y del ridículo. A los vecinos y ciudadanos de bien que se congregaron pacíficamente para impedir que la orden fraudulenta de la alcaldesa se cumpliera, les alcanzaron los palos de la local y la nacional. Y el dolor personal y la vergüenza ajena de comprobar que quien estaba obligado a proteger sus derechos les maltrataba.
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