En plena época de cría, con más de ochenta nidos bien cargados de polluelos insaciables cebados por sus padres en un frenético ir y venir, empleados municipales instalados en una grúa fueron derribando uno por uno esos reductos de vida que cualquier persona sensible consideraría sagrados. El trabajo estaba perfectamente organizado, de manera que a medida que caían al suelo otro operario provisto de un gran escobón iba barriendo los restos de alfarería de los nidos y los polluelos palpitantes, arrastrando todo hacia sus correspondientes bolsas
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