Desperté y el fuego seguía allí. Lo confirmaba el olor a chamusquina y las cenizas sobre el balcón. Con rabia pero sin sorpresa, asisto a la mayor catástrofe ecológica desde la del valle de Ayora en 1979, al inicio de aquella transición inacabada cuyas secuelas padecemos. Valencia pierde su pulmón verde.
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