Anorgasmia

La felicidad debe conquistarse con sudor, y el verdadero amor se demuestra llegando más allá de donde alcanzaría el auxilio de cualquier desconocido con ánimo altruista. En estos tiempos, en los que autores de toda índole se hinchan a hablar del vínculo afectivo del placer, no me queda más remedio que ser uno de los pocos numantinos que sostienen que la falta de placer también puede crear lazos, e incluso suponer un acicate.

Confieso que mi manera de enfocar el asunto tiene mucho que ver con cierta misantropía: el placer es algo que busca todo el mundo, y no hay nada más lamentable que desear lo que todo el mundo desea. Me casé con Elena precisamente por eso, o a lo mejor fue ella la que se casó conmigo por esa razón, porque también yo tengo lo mío. Prendarse de la belleza, de la elegancia, o de cualquier otra virtud no tiene ningún mérito: la verdadera grandeza está en ser capaz de amar los defectos de los demás y precisamente eso fue lo que me atrajo de Elena.

Porque Elena era férreamente anorgásmica. Hay que decirlo de una vez y a bocajarro para dejarse de rodeos. Y eso, aunque a mí no me afectase directamente, porque directa, lo que se dice directamente no me afectaba, suponía un reto, sobre todo en estos tiempos. 

Seguramente te preguntarás a qué viene eso de los tiempos. Es sencillo: si hace cincuenta años se hubiera preguntado a mil hombres cual era su sueño erótico, tres cuartas partes hubiesen respondido que una descomunal orgía con diez odaliscas insaciables. En cambio, si se les pregunta hoy en día, tres cuartas partes hablarán de provocar treinta y cinco orgasmos explosivos, percutientes y consecutivos a una mujer insaciable. Cifrar los mayores anhelos en el placer de los demás y no en el propio parece un avance, como si la solidaridad como concepto vital hubiese llegado por fin a la cama, pero no me pregunten por las causas de este cambio de ensoñación, o si no, no entraré nunca en materia. 

Porque materia, con un problema de este tipo, la hay y mucha. Materia para cinco o seis clases de especialistas con la única circunstancia coincidente de un despacho elegante y una minuta de honorarios entre abultada y abusiva. De los urólogos, los endocrinos y los ginecólogos no me apetece hablar, pero los psicólogos son caso aparte.

Dicen que los neuróticos crean castillos en el aire, lo psicóticos los habitan y los psicólogos cobran la renta. Yo ya estaba cansado de pagar renta a toda clase de psicólogos y sexólogos para que tratasen de arreglar la anorgasmia compulsiva de mi mujer cuando al fin me decidí a tomar cartas en el asunto, más expeditivas aún que las acrobáticas, hercúleas y olímpicas cartas que había tomado durante cinco años de noviazgo y siete de matrimonio.

Tenía que buscar una solución drástica y lo hice. Y que quede bien claro que lo hice por ellas, porque yo, como ya he dicho, me lo pasaba estupendamente y tenía unos orgasmos apoteósicos.

Los profesionales, por supuesto, se oponen por sistema a esta clase de remedios enérgicos, más que nada porque si la gente se convence de que funcionan, ellos se quedarían sin trabajo. ¿De qué iban a vivir los pedagogos en un mundo convencido de la sacrosanta oportunidad de una bofetada a tiempo? Con los sexólogos pasa otro tanto, y al final, pues eso: que tuve que liarme la manta a la cabeza, llevar a mi mujer al campo, y a eso de las once de la noche, cuando volvíamos a casa, parar cerca de la estación de Venta de Baños. 

Cuando se habla de lugares eróticos casi todo el mundo piensa en Bali, en París, en Florencia, Praga o el Caribe, pero yo les aseguro que la provincia de Palencia es insuperable. Y de entre todas las localidades palentinas, Venta de Baños se lleva la palma. Su estación es un lugar oscuro, con decenas de vías y viejos galpones abandonados que obligan a pensar que el ferrocarril conoció mejores tiempos, como casi todo en Castilla, excepto el moho y las grietas.

Allí, en una curva del trazado ferroviario, la desnudé entre bromas, y luego, antes de que pudiera darse cuenta de que la cosa iba más en serio que otras veces, la sujeté de brazos y piernas a las traviesas de la vía y comencé a follármela sin contemplaciones. Y digo follármela, crudamente, porque hacer el amor sobre las piedras de la vía es un imposible existencial. En una cama o en un prado se puede hacer el amor, o practicar sexo, pero en la vía del tren, como mucho follas, y además te jodes. Propiedad en el lenguaje ante todo.

Por miedo a que nos descubriese alguien, ella no se atrevía a gritar siquiera y se conformaba con cubrirme en voz baja de las peores maldiciones. Sabía ya, por otras experiencias, que para estos ensayos terapéuticos me gustaba buscar los lugares más insólitos, pero no esperaba que mi manía llegara a tanto.

Entonces, a media faena, me aparté un momento de ella y busqué en el abrigo una linterna y un papel. Era el horario de trenes.

—Mira Elena... —empecé muy serio—. Esto no es vida y yo no lo soporto más. Faltan siete minutos para el Talgo de las veintitrés treinta. Me importa tres cojones lo que te haya dicho el sexólogo sobre los efectos de tus traumas infantiles, los tratamientos de introspección psíquica, las mamonadas de los grupos de pareja y la rehostia santa. Si te corres, te suelto. Si no, aquí nos vamos los dos a criar malvas, así que tú misma.

Eso le dije.

Entonces fue cuando empezó a gritar. ¡Y cómo gritaba! De pronto le importaba una mierda que nos descubriesen, a ella en pelotas y abierta de piernas y a mí encima de ella en la más zafia de las actitudes. Estaba ansiosa de que nos descubriesen. Hubiese dado lo que fuera porque apareciese su propia abuela, la archibeata, o el baboso del séptimo con el que no se atrevía a subir en el ascensor. Gritaba como una loca.

Cuando después de cinco minutos se convenció de que iba en serio, empezó a poner algo de su parte. Se movía, se contoneaba, apretaba el vientre y las nalgas arañándose el culo contra las piedras y tensando las ataduras. Por primera vez en años, acostarse con ella no era como bailar con una escoba.

Puntual como nunca, empezamos a oír a lo lejos el traqueteo del Talgo. Elena se puso entonces a gritar desesperada diciendo que ya estaba bien de juegos y que la desatara de una vez. Mi única respuesta fue acelerar el ritmo.

Estábamos en un curva, pero aún así podíamos ver las luces del tren que se acercaba a bastante velocidad. En menos de un minuto estaría sobre nosotros, completando un glorioso menage a trois.

Cuando el maquinista hizo silbar a la locomotora, Elena estuvo a punto de desmayarse, pero sabía cual era su única oportunidad de sobrevivir y lo intentó con toda su alma: si era un bloqueo psicológico por alguna cuestión de la infancia, ya podía la psique ir buscando la manera de forzarlo. ¿Y por qué no? Si en una emergencia una mujer puede levantar cuatrocientos kilos para salvar a su hijo, bien puede también correrse como es debido cuando se le echa encima un Talgo. Esa era mi tesis.

Cien metros.

La máquina se abalanzaba sobre nosotros sin remedio. Elena se contoneaba como nunca.

Cincuenta.

Pasase lo que pasase, yo ya no tendría tiempo de desatarla.

Diez.

Elena empezó a combarse en un orgasmo terrible, devastador, uno de esos orgasmos que hacen chirriar hasta la columna vertebral. Juro que la oí a pesar de la cercanía de la locomotora.

Fue un orgasmo tan intenso y le duró tanto, que ni siquiera vio pasar el tren por la vía de al lado. Porque pasó por la vía de al lado. Si no, ¡a buenas horas estaría yo contando esto!

Miranda de Ebro, Brañuelas, Venta de Baños. Las centrales de transporte tienen estas cosas con los cambios de agujas: sólo hay que fijarse y elegir unas vías oxidadas. Las que se usan a diario están relucientes.

Y si se equivoca uno, pues mala suerte.

Pero vale la pena intentarlo.