Una primavera de un año, un verano de cinco meses, un otoño de tres meses y un invierno de 43 años. Así podría resumirse mi vida. La fría monotonía del invierno no merece ser relatada, pero el resto de estaciones giran en torno a ti. Y tú eres el reflejo más fiel del rostro de Dios que he contemplado en este mundo.
Te conocí siendo estudiante, en esa etapa de la vida donde las responsabilidades son llevaderas y las quejas dulces. Hasta aquel día siempre había sentido fastidio al escuchar gritos de júbilo sin una razón de peso que los justificase. Reías y gritabas de alegría junto a otros chicos porque se había suspendido una clase y podíais iros a la cantina. Pero tu risa arrastraba una melodía sencilla y perfecta que transportaba un universo de belleza y profundidad.
Empecé a buscar artimañas para cruzarme contigo hasta encontrar el valor para hablarte. Un día, mientras tocabas las cuerdas de tu instrumento, te pregunté qué tema interpretabas, y así comencé a conocerte. Eras alegre, vital e imparable. Querías viajar hasta los confines del mundo y conocer todo lo que pudiese ofrecerte. No pensabas en el futuro para planificarlo, sino para esbozarlo y correr hacia él. Eras alocada y a la vez profundamente inteligente, capaz de llorar en un teatro y saltar hasta la luna en un concierto. Eras sensible y virtuosa, capaz de crear la belleza más sencilla y perfecta, de sentir tristeza y melancolía por la negrura del mundo, pero sin permitir que te atasen a una noche eterna.
Éramos muy distintos. Yo llevaba dos losas sobre mis espaldas: la primera era una absoluta convicción sobre mi estupidez e incapacidad para hacer algo que no fuese mediocre. La segunda era mi certeza de que, siendo tan inútil e incapaz, debía dedicar todos mis esfuerzos a asegurarme una fuente de sustento, y planificar al milímetro mi vida para no sufrir jamás necesidad. Por eso estudiaba sin parar, y esogí una carrera profundamente gris, pero con grandes salidas profesionales. Aparte, mi carácter tendía a la frialdad en las formas y se agriaba cada vez más con el tiempo.
Pese a ello los dos éramos iguales cuando escuchábamos ciertas canciones, cuando mirábamos las estrellas o cuando nos recitábamos poesías. Había una conexión entre nuestros mundos, tan distintos, que nos permitió conocernos mucho más allá de lo superficial, y sentirnos iguales. Algo que me permitió amarte con toda mi alma, y que a ti te permitió sentir cariño por mí. Acariciaste mi tristeza y yo pude gritar de alegría por primera vez en mi vida.
Entonces decidiste hacer tu primer gran viaje, y me propusiste que te acompañara. Yo estaba cimentando la vida estable que tanto me importaba, y lo rechacé. En el fondo, ansiaba descubrir todas las maravillas que el mundo esconde, y convertirlas en recuerdos eternos. Y sabía que si tú estabas en ellos, serían divinos. En el fondo, los dos deseábamos lo mismo, y éramos conscientes de sus peligros. Pero tú tuviste el coraje de afrontarlos, mientras yo eché raíces en la casilla de salida.
Poco a poco me fui apagando. La ausencia de luz en mi vida, me privó de las energías que usaba diariamente para autoconvencerme de que era capaz de todo. Finalmente, terminé asumiendo mi absoluta inutilidad. Lo más terrible fue que no me importaba. Seguí trabajando como un autómata y mis negligencias profesionales me arruinaron.
La frialdad de mi carácter tiene una ventaja: soy capaz de aceptar cuándo ha llegado el final. Jamás lo prolongaría autodestruyendome lentamente. Dentro de unos segundos sabré si mi sueño de una nueva vida reiniciada desde el minuto cero es posible, o si me espera la nada. Si vuelvo a nacer, te juro que no soltaré tu mano hasta que lleguemos a los confines del mundo. Porque tú has sido mi vida Alicia, un paréntesis entre el purgatorio y el infierno, a través del cuál podría haber trepado hasta el cielo.