Sucedió hace unos años: mi Lotus, un reloj no demasiado caro, se me deslizó de la muñeca, supongo, mientras andaba por la mañana de camino al trabajo. Tal vez fuese cosa de la correa de cuero, que ya estaba ajada y desgastada por los años y llevaba tiempo queriendo repararla.
Perdí el reloj y eso me jodió el día. Miraba mi muñeca desnuda: me entristecía su pérdida y me enfadaba conmigo por no haber tenido más cuidado.
Solía comer en la cantina de la universidad, que quedaba cerca del despacho donde trabajaba. Siempre ponían las noticias a mucho volumen para que se oyesen por encima de las voces de universitarios y trabajadores de la zona. Ese día informaban de un atentado en alguno de esos sitios terminados en -istán, donde decenas de personas habían muerto por el enésimo ataque terrorista. Mi reacción fue un resoplido y seguir atacando las albóndigas con arroz pensando en si escuchar música al llegar al trabajo (a veces redacto mejores escritos procesales con música de fondo).
Fue al volver cuando me percaté de que mi malhumor se debía a un reloj de doscientos euros y no a la vida de cien personas, hombres, mujeres y niños, muy lejos de aquí.
Me pregunté si era un monstruo. La verdad es que no: si alguien me dijese, por ejemplo, “Tira ese reloj o mataré a cien personas”, lo tiraría de mil amores. Aunque sólo fuese una persona la amenazada. Sé que una vida humana, cualquiera, vale más que mi Lotus. ¿Por qué me afectaba menos, en cambio?
Pensé también en que, si hubiese muerto alguien cercano, ni me preocuparía por el reloj. Un daño menor, como sufrir por el picor que provoca el viento en una extremidad amputada. No tendría sentido.
Así que me pregunté qué pasaría si hubiesen muerto esas personas, siendo desconocidas, en mi comunidad. Es más, en mi ciudad. Y me di cuenta de que a medida que iba acercando ese hecho, más me iba importando. No obstante, las personas son personas en cualquier lugar. Cien muertos aquí o cien muertos allá, desconocidos para mí, desde una perspectiva lógica deberían afectarme lo mismo, así que la clave estaba en la cercanía, ¿no?
Más cercano = más grave. Ah, eso ya es más lógico. Tiene más sentido. Al estar cercano, siento que me puede afectar a mí o a los que me importan, es lógico que aumente la preocupación. Y di carpetazo.
Eso pensé durante bastante tiempo, hasta que sucedieron los atentados en Barcelona. Seguí con mucha atención y preocupación esos hechos, pero me di cuenta: Barcelona queda a tomar por culo de Galicia. De hecho, me queda más cerca Oporto. Y me pregunté si seguiría con la misma intensidad la evolución de los acontecimientos si se produjesen en nuestro vecino ibérico.
Y no.
Entonces el criterio geográfico de proximidad ya no valía. Oporto está más cerca que Madrid, pero me preocupan las cosas que les pasen a los madrileños más que a los portuenses. Así que cambié la perspectiva: era cuestión de identidad.
Al identificarme, entre otras cosas, como español, lo que afecte a miembros que comparten mi identidad me afecta más que a otros que no comparten dicha identidad cerrada. A identidad más reducida, más me importa algo. De menor a mayor, soy santiagués, y gallego, y español, y europeo, y terráqueo, y cuanto más grande es el grupo menor identificación con lo que les suceda.
Así pues, con el accidente del Alvia me quedé pegado a la pantalla horas y leyendo sobre ello días; si hubiese sucedido en Ourense, me habría visto varios informativos; si hubiese pasado en Valencia, habría leído sobre el tema; en Münich, le habría dado un repaso por encima y si un tren descarrilase en la India se llevaría un meneo de cabeza y a seguir con otra cosa.
Esa mentalidad de tribu, creo, es evidente y lógica: no estamos preparados para preocuparnos de todo y todos. Las grandes estructuras sociales son una construcción muy reciente en nuestra historia como especie, que ha pasado la mayor parte de su existencia en preocuparse de su pareja, de sus hijos, de sus ancestros y su pequeña tribu o poblacho. Lo de fuera no interesa y no preocupa porque son simples decorados y pasajeros. Y si alguien se moría a cien kilómetros, ni te enterabas; y si te enterabas, qué. Eran Ellos, Tú estabas bien con los Tuyos.
Seguí autorrepasándome y me di cuenta de que seguía con un poco más de atención las cosas sucedidas en los países en los que había vivido (Irlanda e Italia) que en los de otros. Cosa curiosa, no me identifico en absoluto como irlandés ni italiano. Pero sí me identifico con una persona que conoce más que la media extranjera Irlanda e Italia; en cierto sentido, lo vivido y aprendido allí forma parte de quien soy.
Sea como sea, si puedo elegir entre la muerte de cualquier persona desconocida en cualquier punto del planeta y mi reloj, elijo siempre, de forma lógica, sacrificar mi reloj. Pero, ante la muerte de cualquier persona desconocida y la pérdida de mi reloj, lo primero apenas me afecta y lo segundo puede joderme durante uno o varios días.
Menuda paradoja.
Escribo esto con relación a los disturbios barceloneses. Veo que mucha gente de mi círculo ha perdido el agarre. Son frecuentes los comentarios “Bueno, mientras pase allí y no aquí…”. Y veo los peligros del desligamiento y la dicotomía España-Catalunya: la segunda ya es “allí”. Se pierde la identificación de tribu. Ya no están, siguiendo mi ejemplo de los círculos concéntricos que aumentan, en el círculo “españoles” sino en el círculo “europeos”. La preocupación es menor y, por ello, la empatía disminuye. Cada vez más, a muchos, una hostia a un catalán es como una hostia a un francés. Ha subido (o bajado, según se mire) un nivel.
Esta perspectiva probablemente sea celebrada por los separatistas, ya sean catalanistas o españolistas (sí, hay españoles no catalanes que quieren secesión, por uno u otro motivo). Se pierde identificación común. El círculo identitario más próximo que compartían un asturiano y un catalán era el círculo de la españolidad, y ahora pasa a ser el del europeísmo. Y las cosas se alejan, y se rechazan, y nos preocupa menos lo que les pase. Ellos (sean catalanes o españoles) son Ellos, no Nosotros, y lo que les pase Nos afecta menos, así que por qué no darLes un par de hostias.
No es una crítica. No es una solución. No es un reproche. Es una reflexión externa a algo que, si somos sinceros, va a provocar tiempos interesantes. Y ya se sabe qué costumbre tienen esa clase de tiempos.