En los últimos cien años se han producido varias epidemias con millones de muertes. El brote de gripe de 1918 (la llamada Spanish flu) provocó la muerte de entre 18 y 100 millones de individuos. El VIH ya ha causado más de 30 millones de muertes. La viruela y el sarampión mataron, a lo largo de su genocida historia, a varios cientos de millones cada una. La malaria afecta a millones de personas al año, matando a varios cientos de miles (entre 400.000 y un millón, si bien hasta hace unos años causaba la muerte de 2 millones de personas anuales). Y, si retrocedemos más, la "muerte negra" (peste bubónica) acabó con la cuarta parte de la población europea en el siglo XIV. También tienen un merecido lugar en esta macabra sección la peste de Antonino, la de Justiniano y la llegada de los europeos a América: en México, cien años después de que un español pusiera un pie en una de sus playas, la población pasó de 20 millones a 1,6 millones.
Todavía no sabemos la tasa de letalidad del COVID-19, fundamentalmente porque no sabemos el número real de contagiados. En España se sitúa ahora en el 7%, pero si se hiciesen test a toda la población esa tasa disminuiría considerablemente. Y España o Italia son países con una población envejecida. En otros países (aquellos que todavía tengan una pirámide demográfica expansiva) la letalidad será menor. En cualquier caso, a nivel epidemiológico, saldremos de esta. Cambiaremos algunos hábitos (lavarse las manos, dejar de comer pangolines, etc.), pero saldremos adelante.
¿Y qué pasa con la economía? Si ya antes parecía insostenible el estado del bienestar, el pago de las pensiones y cumplir con los compromisos de deuda... ¿cómo vamos a hacer todo eso ahora que el turismo ha desaparecido y la producción industrial se ha desplomado? ¿de dónde va a salir el dinero para pagar a los sanitarios, policías, soldados, bomberos, profesores y funcionarios? Decía Heráclito que nunca nos bañamos dos veces en el mismo río y es evidente que no vamos a volver a la normalidad (en el sentido que tenía para nosotros, hasta hace dos semanas, esa palabra). Puede que ahora recordemos con nostalgia las terrazas y la cervecita fría pero os recuerdo que nuestra normalidad era una auténtica mierda: jornadas maratonianas a cambio de un salario de miseria, unos hábitos de consumo insostenibles, una cultura frívola y nihilista, un sistema económico basado en la industria financiera, un reparto de la riqueza obsceno e inmoral y decadencia del discurso político (xenófobia, populismo, demagogia). La nueva normalidad lo va a tener complicado para superar a la antigua.
Al igual que sucede con las epidemias, los cataclismos económicos también son frecuentes en nuestra historia reciente. Sólo por citar algunos, el crack del 29, la destrucción resultado de la Segunda Guerra Mundial (la Guerra Civil, en el caso español) o la reciente crisis de 2008. El problema no es si la economía crece después de este evento o no, sino las políticas que se adoptan como consecuencia de la crisis. En la Segunda Guerra Mundial se optó por políticas expansivas de gasto y por crear o fortalecer los sistemas de salud y enseñanza públicos. Después de la Crisis de 2008 las medidas políticas adoptadas fueron la austeridad y los recortes en sectores clave como la investigación o la sanidad. Hay riqueza suficiente: si después de esto seguimos teniendo o no pensiones y sanidad pública no será porque haya dinero o no, sino por si apostamos por unas políticas u otras.
No es la enfermedad lo que debe preocuparnos, ni la economía. Como siempre, la solución y el problema están en la política. La plebe ateniense salvó la ciudad remando en los trirremes que lucharon en Salamina. A cambio de ello, reclamaron derechos políticos y nació la democracia directa (no confundir con la democracia representativa). Ahora son las limpiadoras, los enfermeros, médicos, soldados, policías, dependientes de supermercado y cajeras, las que están permitiendo que sigamos viviendo con tranquilidad y tengamos comida en nuestras casas. Cuando todo esto pase, llegará el momento de recordar a los que murieron, reconocer a los que nos salvaron y poner en marcha las políticas que garanticen que la riqueza nacional sirve al interés común.
Afrontemos el futuro con serenidad. Estas semanas la sociedad española ha dado infinitas muestras de solidaridad. Esa es nuestra mayor fortaleza, que nos permitirá sobreponernos a los desafíos a los que tengamos que hacer frente.