Hace un par de días, un amigo al que tengo en gran estima me comentó que el Estado podría en breve promulgar una ley que acotase nuestro confinamiento de las casas a los dormitorios primero, y después a las camas. Debo decir que mi amigo no es un cualquiera. Desde muy pequeño mostró señales de una descomunal inteligencia. Leyó el largo libro de Melville con seis años, a los ocho recitaba de memoria los sonetos de Shakespeare y a los doce escribió un tratado sobre problemas lingüísticos del castellano que bien podría haber escrito el más agudo doctorando. Pero a los diecisiete años, su intelecto, que seguía dando frutos de una genialidad indiscutible, comenzó a codearse con la esquizofrenia. Se nos ocultó a los amigos su enfermedad; suponíamos que muchas de sus extravagancias procedían de aquella superdotación tan importante. Pero a los cuatro años de su diagnóstico nos enteramos de que entró por voluntad propia en un psiquiátrico, y nos dio mucha pena. Aun así, seguimos comunicándonos por teléfono, y charlar con él siempre nos sorprendía: predijo el uso masivo del teléfono móvil, las guerras de Oriente Medio, el éxito de las redes sociales, la crisis de 2008 y... la pandemia de covid19. Y en nuestra última conversación me dijo aquello de las camas que sonaba tan lúgubre, y que nos obligarían a permanecer acostados, sin poder salir, con sondas para el excremento. Me puse a llorar, luego él, sin parar, a moco tendido, llorábamos todo el tiempo, durante horas, hasta que me dijo que tenía que colgar, o que lo obligaban a colgar, pero yo le pregunté por qué tenían que llegar a ese extremo, y no me lo decía, no respondía, solo se oía su respiración, le volví a preguntar, y ahí me colgó.