No hace falta ser biólogo ni experto en ciencias ambientales para darse cuenta de que la desembocadura del Guadalhorce está lejos de ofrecer la imagen idílica que se le supone a un pulmón verde de la ciudad. Y decir lejos es ser benevolente, porque para cambiar la estampa de abandono que registra el tramo comprendido entre Sacaba y Guadalmar queda un largo camino por recorrer. Escombros, matojos, latas, neumáticos, restos de barbacoas, peces muertos y hasta sofás flotan de un lado a otro sin que ninguna administración se sonroje por ello.