Lenin estaba exiliado en Suiza cuando estalló la revolución en Petrogrado, y el zar, Nicolás II, se vio obligado a abdicar. Era su sueño, llevaba veinte años esperando ese día, pero el Reino Unido y Francia no estaban dispuestos a que volviera. Pensó en entrar con peluca, como Santiago Carrillo en España sesenta años después, o con el pasaporte de algún sueco sordomudo, para no tener que hablar y ser reconocido como ruso. Todo, ideas de bombero, solo quedaba aceptar la realidad: plantarse allí con la colaboración alemana.