Hace diez años, creíamos que habíamos entendido cómo funcionaba China. El gigante asiático había dejado atrás la dictadura de Mao Tse Tung y se estaba convirtiendo en un ente híbrido, ni capitalista ni socialista, pero siempre pragmático. El liderazgo ya no lo ejercía una persona, sino una institución colegiada. En esas reuniones, los siete máximos líderes del país discutían y decidían las políticas del Estado. El líder máximo, que era al mismo tiempo del Partido Comunista y del Estado chino, rotaba cada cinco años. Xi cambió esto.