Nadie, salvo el conspiranoico, podía negar la inevitabilidad de recortes (otra cosa es dónde y cómo); todos, excepto el indiferente, estábamos descontentos con el estado de la educación; y cualquiera podía ver que, sin rebosar en recursos, a veces se malempleaban. Con buenos motivos o por el clima de shock reinante, las autoridades disponían de margen para ajustar y reorganizar el gasto con cierto consenso o, al menos, consentimiento.