El sábado, por primera vez en cuatro años, encontré facturas en Barcelona: me topé de frente con una vidriera medio escondida en un callejón de Gran de Gràcia, y casi me caigo redondo, noqueado por la más argentina y gastronómica felicidad. En fila india, y por orden de aparición, fui descubriendo los contornos irrepetibles de las tortanegras, los vigilantes, las bolas de fraile, los sacramentos, las medialunas, los cañoncitos de dulce de leche y las peligrosísimas bombas de crema pastelera.