Agotada la superficie terrestre, a los capitalistas se les ocurrió arrogarse la propiedad sobre todas aquellas cosas que todavía no tuvieran un dueño claro: así, llegaron a poseer los árboles, el agua, el aire, los animales, el tiempo de los seres vivos, sus ideas, el arte… todo acabó siendo objeto de títulos cuya propiedad, en última instancia, se fundamentaba en la sencilla regla del «a mi se me ocurrió antes —yo lo vi primero—, ergo es mío».