Hace tiempo escuché una historia que hablaba de la sociedad y de los principales papeles que cumplen los miembros que la forman y que cerraba con la frase que titula este artículo. No recuerdo donde la escuché, ni de dónde la sacó el que la contó, tan solo el título. Tras buscarla por la red para rememorarla en su plenitud, no he conseguido encontrarla. Es por ello que me he motivado para tratar de contaros esta maravillosa historia que no es más que, en mi opinión, una de las verdades de la sociedad en la que vivimos. Pido disculpas de antemano por ofreceros una versión descafeinada y reducida de la historia (los años no pasan en balde y ciertas memorias se emborronan con el paso del tiempo) y por la baja calidad en la narración, ya que nunca he sido persona que manejase la pluma con estilo.
Así pues, retrocedamos años y años, a esa época en la que las tres funciones de esta historia se agrupaban en una única persona y en todas a la vez, el individuo. Esa época en la que nuestros antepasados luchaban día a día en frente de guerra contra el resto de las fuerzas naturales por sobrevivir.
Supongamos que con el transcurso del tiempo, en la tribu, el que tenía el palo más grande pensó que ya que era el que tenía el palo más grande y el que más fuerza y valor tenía, podía someter a los demás a trabajar por él bajo la amenaza de incrustárselo en el cráneo al que se negara. (Posiblemente esta idea surgió en cuanto se formó el primer grupo formado por dos o más personas, pero esto es sólo suposición mía y no van por aquí las intenciones de estas palabras.) La vida continuó para el grupo bajo el mando del líder más fuerte. Con el paso del tiempo, otro individuo más jóven, o más fuerte, o con un palo más largo, se cansó de estar bajo las órdenes de otro y decidió tomar el poder para que fuesen los demás los que trabajasen para él.
Y así continuamos con la historia de nuestra tribu, que gracias a la dirección de sus diferentes líderes y al trabajo de todas sus gentes, consiguió sobrevivir a cuantos problemas se presentaban. El grupo fue creciendo y surgió entonces la figura del listo.
Éste era el que no tenía la fuerza o el valor que podía tener el del palo grande, pero tampoco tenía la voluntad de trabajar como el resto. Tenía que comer, como todos, y como no podía llegar al trono ya que no podía vencer a nadie en combate, llegó a la sublime conclusión de que no necesitaba enfrentarse a todos sus hermanos para llegar al poder, ni tan siquiera luchar con el más fuerte. Sólo tenía que encontrar la manera de someter al del palo a su voluntad y aprovecharse del control de éste sobre el resto. Tras uno de sus paseos escaqueándose de sus tareas, analizando las debilidades de su único rival encontró la respuesta perfecta que resolvería sus problemas: si convencía al del palo de que sus dioses mandaban mensajes a través de él y le dejaba ciertos privilegios, podría mantenerse fácilmente como líder supremo de la tribu. Resulta que la jugada le funcionó.
Avancemos ahora en el tiempo hasta llegar hasta nuestros días. Desde entonces han nacido y muerto miles de millones de miembros del grupo, muchos con su palo, otros tantos que van de listos, y la gran mayoría luchando a diario por seguir respirando. Grandes cambios han acontecido desde entonces en nuestro planeta, pero hay una cosa que, desde aquel paseo, se mantiene: la tribu sigue estando formada por los del palo, los listos y los que pencan.