Mis lecturas. I. "Un Puente Lejano" de Cornelius Ryan

Mi tío Sexto me regaló por mi décimo tercer cumpleaños "Un Puente Lejano" de Conelius Ryan. En aquella época me acosaban una pandilla de cabrones de buena familia en el colegio católico donde estudiaba. Mal vivía encerrado en la lectura, las interpretaciones de flauta dulce de Frans Brüggen y los aviones de la Segunda Guerra Mundial. Los frailes bailaban el agua a mis acosadores, en concreto al hijo de un ganadero y al vástago de un sindicalero de la renfe, un par de gamberretes que no simpatizaban con un empollón que "leía demasiado". El profesor de música era un fraile fan de los Beatles, por lo que, acostumbrado a Brüggen, tampoco me grajeé su apego al criticar abiertamente su gusto facilón. Un par de tardes a la semana tenía que quedarme una hora más para tocar escalas y el Obladí-Obladá. 

Tío Sexto creyó poder mejorar mi vida regalándome una lectura de mi agrado, pensando que la obra de Cornelius Ryan era una "Ilíada". Nada más lejos. Porque el escritor anglosajón era un periodista y sin querer, el libro deja pronto de tener tintes de epopeya al describir "Market-Garden", la mayor cagada aerotransportada de la historia (operación que, dicho sea de paso, debiera haber sido denominada "Kinder-Garten"). Los británicos ignoraron con soberbia a la población civil, casi todos los informes de inteligencia que desalentaban su plan, las instrucciones para operar sobre el terreno de los propios militares neerlandeses y las reticencias del general Sosabowski. Así que mandaron a un montón de hombres a morir, lanzándolos sobre una división de las Waffen-SS que se encontraba en el lugar, descansando de los combates en el frente oriental. Pronto casi te pones de parte de los alemanes y te das cuenta que de no ser porque los soviéticos los estuvieron ahostiando entre 1941 y 1944, los anglosajones no habrían podido con ellos. ¿El Desembarco de Normandía? Sobrevalorado. Me sentí mal. Yo, que vivía para los libros y estos me habían estado contando medias verdades, no mejores que si fueran cómics. ¿En cuántas otras cosas no me habrían mentido a pesar de lo que yo había leído? Me avinagré, pues lo único en lo que yo era realmente bueno era leyendo. Una tarde en que me dirigía hacia mi castigo, a tocar escala tras escala y el Obladí-Obladá, más amargado de la cuenta, me salieron al paso mis dos acosadores, a darme de tortas, porque tocaba. Sin mediar palabra saqué la flauta y se la estampé al hijo del sindicalero en la cara. Le rompí una ceja y comenzó a sangrar como lo que era. Y seguí usando el instrumento de música de manera no convencional hasta que salieron por patas. Al poco me llevaron al despacho del jefe de estudios. Llamaron a mi madre, que me defendió como una leona. Los frailes me levantaron el castigo de los ejercicios de flauta. Sólo volví a las clases de música teórica. Cuando los demás tocaban la flauta, a mi me mandaban a la biblioteca. Con todo, yo seguía llevando en mi bolsa deportiva una flauta dulce. Aunque no por los putos Beatles, sino por si me topaba con algún otro paracaidista por los pasillos del colegio. 

Gracias a "Un Puente Lejano" comprendí que, aparte del billete de 100€, el mejor amigo del hombre es su "shakuhachi". Y al curso siguiente, me matriculé en el instituto.