En Manos De La Ciencia (Ficción)

Esto es una advertencia: no caigan en manos de la Ciencia. Solo les espera sufrimiento y dolor. Pero no adelantemos acontecimientos y déjenme que les cuente mi historia gracias al anonimato que ofrece Internet, que me proporciona la seguridad que necesito para poder confesarme ante ustedes: soy gay.

Créanme si les digo que sin vivirlo no pueden ustedes imaginarse lo que es el miedo a la cruel incomprensión de la sociedad, ni cómo esta situación puede hacer sufrir tanto a hombres buenos como yo. Y son precisamente los hombres, qué paradoja, los mayores responsables de tanta desdicha, con su largo e histórico desprecio a ciertas minorías. A ustedes, la mayoría de los hombres, me dirijo especialmente ahora. Quiero que conozcan la amarga historia de mi vida. Con todos los detalles que sean necesarios, por escabrosos que resulten. Solo quiero que conozcan la historia de un hombre que huye de sí mismo y que, por creer cobardemente que en manos de la Ciencia encontraría el fin de sus miedos, no ha podido tener una vida más dolorosa e infeliz. Una vida que no le deseo ni a mi peor enemigo. Pero juzguen ustedes, caballeros, juzguen… y júzguense.

Descubrí mi minoritaria tendencia sexual en la adolescencia, como tantos otros como yo. Y con horror, como tantos otros antes que yo, me vi ante la injustamente vergonzosa idea de que el resto del mundo tuviera alguna vez conocimiento de ello. Era tal el terror que me provocaba esta desigual y cruel sociedad que, a pesar de mi juventud, tracé un minucioso plan para que con la ayuda de la Ciencia, la Madre Ciencia, no pudiera mi secreto ser descubierto jamás.

Les explicaré. Como vivía en una gran capital con magníficas bibliotecas decidí aprovechar estos «templos del saber» para estudiar concienzudamente todo conocimiento científico publicado hasta aquel momento sobre el comportamiento afectivo, íntimo, pasional y sexual de la mujer. Me aseguré hasta en el más mínimo detalle de que tanto la psique como el cuerpo de la mujer no tuviera secretos para mí. Mi idea era muy sencilla: conseguir, con ayuda de la Ciencia, el éxito entre las féminas. Convertirme en un «ligón», como se dice vulgarmente. «¿Quién va a sospechar de un ligón?» pensaba yo en aquel entonces. Bueno, no va a ser divertido, me dije, pero si lo hacía bien nunca nadie descubriría mi secreto, y eso era lo único importante para mí. En mi inocencia (¡ay!) no sabía yo entonces lo mucho que iba a sufrir tras adquirir tanto conocimiento.

Tras un año dedicado con decisión al estudio de todo lo relacionado con lo femenino durante mi tiempo libre, puse por fin en práctica en el instituto de secundaria donde estudiaba mis recién adquiridos saberes. Los resultados debo decir que fueron alentadores. Un rostro nada desagradable, un cuerpo bien moldeado por mi afición al deporte, pero sobre todo el profundo conocimiento científico que adquirí en los libros, obraron milagros. Primero mis compañeras de clase, poco después las chicas de todo mi curso, y más tarde las de cursos superiores e inferiores, fueron entregándose sexualmente a mis deseos sin apenas resistencia. Una tras otra, sin solución de continuidad. Conocieron a fondo mis atributos rubias y morenas, altas y bajas, vírgenes y desvirgadas, con novio y sin novio, guapas y... y ya está (tampoco estaba yo, con esta tortura encima, como para hacer favores). Cayeron algunas profesoras (lo que elevó mi nota media), las madres de mis amigos (no fueran estos a pensar que yo era…), y la señora de la limpieza (un desliz). Aunque mi vida de sufrimiento no había hecho más que empezar, sucedía todo tal y como lo planeé y me se sentía, paradójicamente, satisfecho.

Cuando llegó el momento de elegir carrera universitaria tuve que tomar una difícil decisión. Tras echar un vistazo por aquí y por allá en el campus, caí en lo obvio: aunque las ciencias puras me atraían y capacidad intelectual no me faltaba, en sus aulas había poco «material» para mi vida de disimulo (y el material que había... psé). Todo en este mundo es una cuestión de prioridades y lo primero es lo primero: me matriculé en Bellas Artes.

El ambiente en la facultad era muy liberal y algún chico mostraba abiertamente las mismas inclinaciones sexuales que yo ocultaba. Yos sabía que ceder a aquello significaba un suicidio social y no estaba dispuesto a cometerlo, así que pese a ello no me desvié de mi oculto plan ni un milímetro. Preciosidades femeninas de los primeros cursos fue lo que inicialmente elegí para continuar con mi hipócrita vida, pero esto no era el «insti», no había mucho orden y sí mucho tiempo libre. Al final no creo que pueda acusarme nadie de que durante aquellos años dejara de lado nada que pudiera ser considerado «potable», tanto si nos referimos a la masa estudiantil como al cuerpo académico. No hice discriminación. Deben saber que, pese al duro castigo que suponía tener que cepillármelas a todas por obligación, hice una buena labor y jamás recibí queja alguna, sino más bien todo lo contrario. La prueba es que cuando terminaba con toda aquella larga lista de mujeres, comenzaba desde el principio otra vez y ellas, en su ignorancia, aún se esforzaban más en complacerme. Unos auténticos ángeles que, sin sospecharlo, me ayudaron a mantener mi secreto bien oculto dejándome hacer con ellas lo que yo quisiera, donde yo quisiera, cuando yo quisiera, por donde yo quisiera y ante la vista de quien yo quisiera. Les pagué con justicia: dándoles a cambio, con todo el dolor de mi corazón, tanto placer como fui capaz. ¡Me sacrifiqué de veras!

Pero todo se acaba y aquellos durísimos años universitarios también. Cuando entré a trabajar en la agencia de publicidad se me abrió el cielo: casi todos los profesionales, fotógrafos, estilistas, modistos, etc, eran (¡quién se lo podía imaginar!) gays como yo. Y lo demostraban sin tapujos, sin vergüenza, sin mentiras. Todos. ¿Qué más podía yo pedir? Era un sueño hecho realidad: aquí tenía las manos libres (nunca mejor dicho) para tirarme a toda despampanante modelo que se acercara por allí. ¡Me encontraba casi sin rivales! Aquí nadie podría sospechar de mi auténtica sexualidad jamás. Top-models, misses, preciosas actrices y cantantes, bellezas increíbles muchas ya famosas, otras que lo serían pronto pues cualidades no les faltaban, todas, todas, todas, pasaban por mis sábanas, mi sofá, mi bañera, mi mesa-camilla, mi alfombra, el descansillo de mi escalera, mi coche, mi bici, mi máquina de remar del Decathlon... Compréndanlo: prácticamente sin competencia masculina, con mi experiencia y mis profundos conocimientos científicos (que incluso había ampliado gracias al entonces novedoso Internet), no dejaba escapar en la agencia ni una oportunidad de afianzar mi engaño al mundo. Qué tortura: se puede decir que durante aquellos años mi vida fue un continuo retozar entre los más voluptuosos y perfectos pechos femeninos del mundo, que vivía enredado siempre entre las más largas y suaves piernas femeninas del mundo, que jugueteaba constantemente con mis dedos entre los más bellos y firmes glúteos femeninos del mundo, que olisqueaba siempre con curiosidad los más fragantes y embriagadores... eh... perfumes franceses. En fin, que de todos sus cuerpos libé, por fuera y por dentro. ¿Se puede sufrir más? Yo, esclavo del trabajo bien hecho que soy y, para satisfacción de todas ellas, no les dejé ni un oscuro rincón sin paladear. Como comprenderán todo este doloroso esfuerzo requirió mucha disciplina por mi parte, y todas ellas, unas más severamente y otras menos, también recibieron sin duda "disciplina": disfrutaron tanto de sufrirla como yo entregado estaba al impartirla con toda clase de ingeniosos artefactos (bendito Internet). ¿Quién podía sospechar «cosas raras» de alguien que actuara así, eh? ¿Quién? ¡Nadie!

¿O sí?

La oscura sombra de la duda se cernió sobre mí con consecuencias inesperadas. El matrimonio gay no era legal entonces por lo que ninguno de mis compañeros de trabajo de mi misma condición estaba casado. Y yo tampoco. ¿Y si este pequeño detalle levantaba sospechas? Seguro que alguien lo haría notar tarde o temprano: «¿y este por qué no se casa...? mmmmm...» No me quedaba otra salida: me casé. Las tres veces lo hice con tres jóvenes bellísimas y ricas, herederas de tres de las más grandes y antiguas fortunas europeas. Ya ven: con unos conocimientos científicos sobre el sexo femenino cada vez más perfeccionados, ni las mujeres de verdadera clase se ponían fuera de mi alcance. Pero también es verdad que fueron tres sonoros fracasos matrimoniales, pues aunque las complacía siempre más allá de lo que incluso ellas mismas pensaban que era razonable, todo el mundo sabía que había gays que se casaban para disimular, por lo que no me quedaba más remedio que seguir conquistando mujeres extra-maritalmente para evitar habladurías. Como no podía bajar la guardia si quería no levantar sospechas, me puse manos a la obra ya durante las tres lunas de miel con exitosos encuentros sexuales extramatrimoniales. ¡Cuánto padecimiento!

Como de costumbre, derrotaba con facilidad la sorprendentemente escasa resistencia que me presentaban las mujeres ricas más bellas del mundo. Hasta tal punto era yo entonces capaz de sacrificarme por mantener oculta la realidad que a veces, para despejar todo atisbo de duda que alguien pudiera tener, acosaba con mis artes a núbiles y virginales hijas de poderosos gobernantes y regentes, hasta que me dejaban que yo las abriera, por vez primera y en ambas direcciones, a ese mundo tan soñado por ellas de sensaciones físicas que todavía desconocian. Lo sé, eran solo adolescentes y había riesgo: por menos han empezado guerras y han caído imperios. Eso sí, gracias a mi nueva posición entre la selecta alcurnia, todo este suplicio sucedía ahora en las más glamurosas fiestas de la alta sociedad y en los más exclusivos hoteles de lujo. Fiestas y hoteles, afortunadamente, vigilados día y noche por habilidosos paparazzi. Gracias a ellos encontré la forma perfecta de representar mi sufrida mascarada y que el mundo entero creyera en mi engaño: la fama.

Sí, tengo que reconocer que aquellos continuos escándalos publicados en los tabloides con pelos y señales (literalmente: ¡qué definición tenían ya entonces las cámaras digitales para captar pelos y señales!), y que acabaron con mis tres ajetreadas vidas matrimoniales, tuvieron efectos muy positivos (me refiero en mí, claro, porque en el mundo se produjo algún que otro conflicto armado de baja intensidad por culpa de aquellas tontas niñas de las que he hablado y sus hipermoralistas padres). Por un lado, tal y como había planeado, aquellos escándalos vinieron estupendamente para evitar cualquier tipo de duda sobre mi sexualidad entre la alta sociedad: nadie sospechaba la verdad. Por otro lado aquellos divorcios me convirtieron, paradójicamente, en un envidiable hombre soltero de gran fortuna, gracias a las ventajosas condiciones matrimoniales con las que me casaba con mis esposas (por insistencia contractual de ellas, no piensen mal, que así de satisfechas estaban siempre de mis múltiples, variadas, coloristas, originales, atrevidas, arriesgadas, incansables, gadgetológicas y disciplinadas atenciones que les dedicaba durante nuestros vigorosos noviazgos).

Y aquí me tienen ustedes, después de tantos años, en mi camarote con la soledad de mi secreto. Lo de siempre... Resignado a una vida tediosa. Ahora, no sé por qué (¿será el dinero?), ya no necesito la ayuda de la Ciencia. Con la portada del Vogue del mes pasado trabajándome lascivamente debajo de la mesa en la que les escribo esto, contemplo por la escotilla cómo Miss Mundo 2009 y Miss Universo 2010 (¿o era al revés?) me esperan felices, entre juegos y risas, en el jakuzzi de la cubierta 2 vestidas únicamente con protección solar. Lo de siempre. A ver si los torpes paparazzi consiguen por fin acercar un poco más su lancha de alquiler a mi yate, consiguen ponernos «a tiro» de sus cámaras, y voy a unirme a ellas en sus jugueteos para protagonizar alguna escandalosa portada. Ya saben como es mi vida: no soy libre de defraudarles ni a ellos ni ellas. Lo de siempre...

Saquen conclusiones, caballeros. A tal punto de obsesión llegué por mi miedo al cruel rechazo social, que no he podido llevar una vida más infeliz. Y ustedes, con seguridad, se preguntarán: «pero ahora que la sociedad ha cambiado tanto ¿por qué demonios no sale este tío del armario de una puñetera vez y deja de sufrir de esta manera?» Sé que mi respuesta les parecerá una locura, un sin sentido, un absurdo. Sé que no le encontrarán lógica alguna, pero la verdad es que... me he acostumbrado a esta vida en soledad... siempre rodeado de solícitas mujeres. Aunque no lo puedan creer, la encuentro una vida llevadera. No me culpen todavía, por favor, de desidia o cobardía. Antes respóndanse con sinceridad a esta pregunta: aún conociendo las penalidades que yo he pasado ¿acaso no entra dentro de lo posible, Dios no lo quiera caballeros, que ustedes en mi lugar pudieran acabar también acostumbrándose a una vida así?