Más allá de los parámetros físicos de la música es indudable que, además de ser aceptada como ciencia, arte y lenguaje universal, está dotada de un componente emocional. Incluso se han localizado las zonas cerebrales donde tiene lugar la acción sensorial (bulbo raquídeo), la afectividad (diencéfalo) y la actividad intelectual (córtex).
De este modo, podemos afirmar que la música estimula esas áreas cerebrales y, en consecuencia, nos proporciona sensación de felicidad e incluso nos invita a mostrar nuestros sentimientos o, sencillamente, a dejarnos impregnar de su estética.
Por mucho que esté denostada en los planes de estudio, la música como lenguaje universal dispone de un espacio al que no es posible poner puertas.
Asociada normalmente a lo festivo, la música brota espontáneamente en los rituales que siguen a la tragedia con objeto de encauzar el duelo, serenar el ánimo o convocar a personas anónimas en torno al dolor. Es necesario canalizar las emociones cuando un sufrimiento extremo nos bloquea. Por sus características compositivas, son muchas las obras que atemperan el ánimo dotándonos del equilibrio necesario entre la mente y el espíritu.
Podríamos decir que la música más adecuada en cada momento es aquella que mejor se armoniza con nuestro mundo interior; y desde su centro, entra en comunicación con el universo que nos rodea.
Algunas melodías, como “El cant dels ocels” de Pau Casals o “Imagine” de Jhon Lennon, han entrado a formar parte de ese patrimonio social del que nos asistimos cuando necesitamos compartir un sentimiento profundo de pena o de tristeza, tendiendo velas hacia el consuelo y la esperanza.
Tras los bárbaros atentados perpetrados en París se ha instaurado su propio himno, “La Marsellesa, como recurso desde el cual canalizar la rabia y la desesperación. La popularidad de esta composición, basada en la simplicidad de una melodía que sigue los cánones de las obras hechas para infundir ánimo en un contexto militar, ayuda a la congregación en torno a plazas, estadios e instituciones. No obstante, convendría atender al contenido de la letra pues, posiblemente, no sea ese afán de venganza el latido que mueva el corazón de los ciudadanos franceses.
Expresiones que invitan a la represalia tal vez no sean las más adecuadas cuando la aflicción y el desconsuelo nos mantienen desnortados.
Quizás la melodía sea suficiente para crear ese vínculo necesario entre los próximos sin necesidad de entretener la mente con el odio que se proclama en sus versos.
Y aún más, tratar de encontrar ese recodo de sensibilidad que han de albergar aún los humanos más crueles. A veces tan solo el ritmo es necesario para intentar llegar donde no alcanza la palabra. Así sucedió cuando, secuestrado y amenazado de muerte Miguel Ángel Blanco, ante la imposibilidad de encontrar empatía en el corazón de aquellos sanguinarios, todas las emisoras de radio, cada hora, difundían el sonido ronco de la txalaparta. Es sabido que no tuvo éxito ese intento pero, una vez más, se demostró que la música es el último recurso al que acudimos ante la desesperación. Quizás hablaríamos de más logros si fuese el primero. Empecemos en las escuelas infantiles.
Juglarius