Cuenta la leyenda que hace muchos siglos, un joven de la familia imperial China se preparaba para ser monje y deseaba meditar tantas horas al día como le fuese posible, privándose del sueño. Desde que anochecía hasta el amanecer, permanecía despierto en su meditación. Una noche el sueño le rindió y, al llegar el amanecer, se dio cuenta que se había dormido. En su desesperación por haber faltado a sus deberes, se arrancó los párpados para no volver a cerrar accidentalmente los ojos, y los arrojó al jardín. Allí donde cayeron los párpados del atribulado joven, crecieron dos árboles, con cuyas hojas podía prepararse una bebida que ayudaba a mantenerse despierto y aclaraba los pensamientos.
Otra leyenda nos cuenta que un poblado chino vivía bajo las órdenes de un mandarín despótico que confiscaba todas las cosechas y los animales sacrificados y no permitía a sus súbditos más que una dieta muy pobre, pero lo que no sabía el mandarín es que cerca del poblado, los habitantes del mismo habían ocultado un gallinero, a donde iban de noche para recoger huevos. Al enterarse de esto el mandarín, soltó serpientes en el gallinero para que acabasen con los huevos. Los campesinos se creyeron abandonados por los dioses cuando vieron que sus adoradas gallinas ya no ponían, de modo que apostaron espías y descubrieron a las serpientes. Para librarse de ellas, camuflaron piedras en los nidales. Pero cuando las serpientes se comieron las piedras, salieron del gallinero, treparon a un árbol concreto y se comieron sus hojas. Las serpientes no murieron y lograron digerir las piedras, con lo que los campesinos llegaron a la conclusión de que ese árbol era medicinal, y de inmediato lo comunicaron al mandarín quien, vista la generosidad de sus súbditos al compartir con él tan valioso secreto de la Naturaleza, permitió un reparto más equitativo de la agricultura y ganadería.
Finalmente, otra leyenda nos dice que un par de valientes guerreros galos salvaron de unos piratas el cargamento de un mercader fenicio, y este les obsequió con un saquito de hierbas orientales que más tarde usaron para dar valor a una pequeña aldea de las tierras bretonas, de modo que pudieran enfrentarse a las legiones del César… sea como sea, esas hierbas son el té, y llevan consumiéndose más o menos, desde el año 2.500 antes de Cristo, primero en China, más tarde en Japón, después en la India, de allí pasó a Turquía y Arabia, al antiguo Al-ándalus, y con el tiempo, a todo el mundo, pero hoy nos vamos a ocupar sobre todo de su consumo en tierras orientales.
El té se divide en té blanco (de precio más elevado porque se trata de las yemas y no de las hojas; es el que tiene más antioxidantes y su sabor es el más delicado, quizás hasta algo anodino), el té verde (o semifermentado, es el que más se consume en los países orientales en general), té negro (fermentado, el que más se consume en Occidente y el que tiene más teína, que es el excitante del té) y té rojo (fermentado mediante un trabajo especial desconocido. De veras. En Yunna, China, la región de la cual procede, se considera secreto de estado el proceso de fermentación de éste té).
Dos milenios antes de Cristo, en China ya se conocía el té como infusión sobre todo medicinal, usada para ayudar en las digestiones, entrar en calor, y también como bálsamo para la piel, además de masticar las hojas sin infusionarlas, para purificar el aliento. Más o menos en torno al año 1000-1500 a.C., el té empezó a beberse simplemente por placer, si bien era un lujo que sólo podían permitirse los emperadores y las familias más ricas. Durante las dinastías Sui y Tang (desde el año 500 hasta el 907 d. C.), la época más próspera de la antigua China, el proceso de té se perfeccionó mucho; antes, simplemente se recolectaban las hojas y se hervían sin fermentar, aunque también se machacaban para hacer con ellas tortas y se mezclaban con jengibre o naranja. A partir de esa época, las hojas de té empiezan a fermentarse o marchitarse (bien dejándolas al sol, bien acelerando el proceso mediante golpes de vapor) para eliminar el amargor de las mismas. Para además añadirles dulzor, las hojas de té fermentadas se machacaban y se mezclaban con zumo de ciruelas hasta conseguir una masa compacta que se cortaba en pastillas y se dejaba secar. Para hacer una infusión, desmenuzaban la pastilla y hervían el polvo.
También durante ésta época empezaron a aparecer los tratados de té, siendo el más famoso “El libro clásico del té”, escrito por Lu Yu, a quien en China se conoce como “el santo del té”.
En China, se da mucha importancia al entorno en que tomamos el té, así como a todos los utensilios, ¡démonos cuenta que se trató de una cultura que exigía tazas de cerámica azul porque le daban al té un precioso color verde parecido al del jade…! Según la cultura china, el té debe tomarse en un sitio donde estemos a gusto y podamos disfrutar de la infusión con calma, mejor si tenemos algún tipo de contacto con la naturaleza. La taza es preferible que sea de cerámica, así como la tetera (se trata de un material que guarda muy bien el calor), y el ritual requiere que se sirva primero a los invitados de mayor edad, quienes serán los primeros en probarlo y dar o no su aprobación; cuando lo hagan, serviremos a los demás, siempre llenando hasta la mitad las tazas de todos los invitados, y después la otra mitad, de modo que todos tengan una infusión igual de cargada y calentita.
Según la tradición china, el té se sorbe lenta y ruidosamente (nada de “glub”, es “slrrrrrrrrrrrrrrrrrrrups”. Sí, a mí también se me hace raro, pero es otra cultura), disfrutando de su sabor; la taza se sostiene entre el índice y el pulgar, y con el dedo corazón se aguanta la parte inferior de la misma (yo lo he intentado y he llegado a la conclusión de que, o los Chinos tienen las manos más grandes que yo, o las tazas más pequeñas que las mías, pero algo me estaba fallando).
Conforme se abrió el comercio, la ruta de la seda y las caravanas que tardaban un año largo en ir y volver de los sitios, empezó a hacerse necesaria una forma de conservar el té por mucho tiempo; así nacieron los curiosos “ladrillos de té”. Se trataba de bloques de hojas de té trituradas y compactadas, que habían pasado por un proceso de deshidratación para hacerlas durar lo más posible. Estos ladrillos, con el tiempo, se fueron haciendo una garantía de riqueza y una moneda, de modo que, para mejorar su presencia y legitimar su calidad, se imprimían sobre ellos grabados sencillos acerca de su origen y su propietario (el dibujo de un árbol de té, una casa y el nombre de la familia eran los diseños más comunes). De ese modo, un rico mercader podía salir de su ciudad o su pueblo para comprar o hacer transacciones sin cargar con riquezas pesadas y tentadoras para los ladrones; cuando llegaba a su destino, hacía el cambio en té, bien dando a su acreedor el ladrillo entero o cortando una fracción del mismo, ¡el té se convirtió en una moneda de cambio, y su valor llegó a ser similar al de la seda o el oro! Hoy día, se pueden encontrar estos ladrillos o lingotes de té a manera de curiosidad, pero en su mayoría son objetos meramente decorativos; no pueden hervirse para ser bebidos.
Sin duda en una de estas mismas transacciones comerciales, el té llegó también a Japón, y los japoneses muy pronto empezaron a beber aquélla infusionante delicia, a mezclarla con flores como el jazmín, y a acompañarla de dulces. En un pueblo de personas perfeccionistas y que gustan de dar a todo su estilo personal, no podía faltar su propia manera de hacer el té, y esta fue el té Matcha. Tomaron el té verde que ya existía, y lo hicieron, en sentido literal, polvo. Cultivaban el té con escasa luz durante su crecimiento a fin de que las hojas fuesen tiernas y lo menos amargas posible, y al recolectarlo y fermentarlo, le quitaban cuidadosamente todas las ramitas y venas ¡a cada hoja!, para después convertirlo en polvo.
A la hora de hacer el té, tomamos este polvo en nuestra taza (a razón de un cuenquito y medio para cada taza. Se usa una cucharita de bambú para ello porque las de metal podrían alterar el sabor de la infusión) y dejamos caer sobre ella una pequeña cantidad de agua caliente, para enseguida mezclarlo con energía con el batidor de bambú hasta formar una crema espesa llamada Koicha. Después, podemos añadir el resto del agua caliente, y tomarlo. Hoy día, el Matcha es un té caro, pero se puede conseguir fácilmente y ya no sólo se usa para infusión, sino que se utiliza también en repostería para elaborar pasteles o helados con sabor a té.
Aunque el Matcha es, por nombre, la variedad más conocida, no es ni remotamente la única. El Sencha, el Gyokuro, el Bancha o el Amacha son otras variedades de gran consumo en el País del Sol Naciente, y todos ellos tienen sus particularidades, sus beneficios, y sobre todo, su delicioso sabor. A pesar de que en España si pides un té todo el mundo parece pensar que es que te duele la tripa, lentamente ésta bebida va ganando adeptos, no sólo por sus propiedades terapéuticas, sino también por la razón más simple de todas, y es que está muy rico. Yo os digo “hasta luego” desde detrás de una taza de té verde con canela y vainilla, ¡kampai!
(Si alguno sabe decirme a qué hace referencia ésta taza, se ha ganado que le dedique un relato de los míos).