Permíteme llevarte en un viaje a través del tiempo y el espacio, a dos mundos contrastantes que nos invitan a reflexionar sobre la intrincada relación entre el progreso y la fragilidad de la existencia humana.
Imagina una tribu aislada que vive en armonía con la naturaleza, y en contraste, una bulliciosa ciudad europea sumida en la revolución industrial. A simple vista, podríamos pensar que el rápido avance tecnológico de la ciudad llevaría a un futuro más brillante, pero la verdad podría ser más sutil y profunda de lo que imaginamos.
En el seno de la tribu, donde la vida y la muerte son aceptadas como partes inherentes de la experiencia humana, el miedo a la muerte no actúa como un motor para el progreso. Aquí, el bienestar y la felicidad de la comunidad se entrelazan con la preservación del equilibrio natural. Aunque su avance tecnológico y su conocimiento son limitados, la tribu se dedica a lo esencial: cuidar de su entorno y de sus seres queridos. Controlan el crecimiento demográfico de manera consciente y conservan los valores éticos, ya que valoran el bienestar colectivo por encima del logro individual.
En cambio, en la ciudad industrializada, donde el ajetreo constante refleja la vorágine del consumo y el capitalismo, el miedo a la muerte a menudo actúa como un catalizador del progreso. La búsqueda incansable de comodidad, seguridad y longevidad impulsa la invención y la innovación. Sin embargo, este impulso, aunque aparentemente positivo, puede tener consecuencias que se extienden más allá de lo que se percibe inicialmente.
En el actual sistema capitalista, considerando la vida humana como una línea finita que conecta el punto A al punto B, el cursor avanza con una aceleración que parece directamente proporcional al avance tecnológico. A medida que avanzamos, más desconectados podemos sentirnos de la tierra que nos sostiene y de los valores que nos definen. En este camino, la sobreprotección y la sobrevaloración del individuo pueden tejer una tela de corrupción ética que gradualmente debilita los lazos comunitarios. La corrupción, alimentada por la codicia y el afán de éxito, puede minar la esencia misma de una sociedad. En este panorama, se resalta el peligro de dar prioridad a valores individuales en detrimento de los colectivos.
La fragilidad de la existencia se magnifica. Hemos creado incluso un reloj del fin del mundo, el cual no para de acelerar la hora de la destrucción. Y del cual cada vez se oye hablar menos.
Mi amigo, en esta reflexión, no pretendo condenar el progreso ni sugerir que debamos dar marcha atrás en el tiempo. En cambio, deseo que consideremos las implicaciones de cada paso que damos en pos del avance. Podemos aprender de la tribu, donde la simplicidad y la conexión con la vida y la muerte nos recuerdan la importancia de cuidar nuestro mundo y nuestras relaciones.
Con humildad y visión,
Kitty Foïen