Hace un par de días me llamó mi querido primo para preguntar si podía acompañarle a distribuir comida del banco de alimentos a personas que lo necesitan, él como yo estamos desempleados y no pude negarme y más en estas circunstancias.
Cuando llegamos a la sede de la asociación que colabora con el banco de alimentos nos recibió la señora que gestiona todo, nos explicó que está muy preocupada por todas esas personas que ha venido ayudando a lo largo de los años y de como, dada la situación, van a salir adelante. Pregunté si recibía ayuda del estado y me dijo que a veces si, aunque toda la comida que íbamos a repartir ese día la había comprado con parte de su pensión. "Lo compra con su pensión", no me atreví a preguntar cuanto era esa pensión, y siguió hablando de cómo tenía a gente en su casa, de cómo se gastó su herencia durante la crisis del 2008 en ayudar a los demás, a esa gente que no tiene para comer.
Y se me cayó el alma a los pies, ví de primera mano la angustia que padecen los que aman de verdad a su prójimo, a nuestros coetáneos que son los compañeros en nuestra vida. Ella había elegido un camino minoritario y tristemente necesario a día de hoy. Ella no podía sustraerse a ese sufrimiento, no es ajena al miedo pero lo hace frente, eso es ser valiente.
La gente a la que repartimos eran gente joven, ancianos, padres de familia, gente pobre en recursos, gente que parecen no contar, que se convierten en invisibles pero que mantienen su fuerza y te miran a los ojos para decirte "gracias". No son diferentes, están aquí, y ahora mismo nos necesitan.
Esa gente anónima, honesta, humilde y generosa que son nuestro mayor tesoro como sociedad no son valorados ni honrados como deberían, creo que ni ellos lo querrían, su día a día y su lucha continua hacen que me sienta orgulloso de ellos, de nosotros. Todavía hay esperanza. Luchar contra la injusticia es la verdadera revolución, creo que es nuestro sentido como hombres y mujeres.