Tengo 43 años, ya no soy un niño. He tenido varias relaciones sentimentales a lo largo de mi vida. Cortas, largas, intensas, superficiales, tranquilas, convulsas... pero nada me había preparado para lo que me ha tocado vivir recientemente.
La conocí hace dos años después de una obra de teatro en la que participé. En la fiesta posterior se me acercó, mirándome fijamente con sus grandes ojos azules, y me hizo un comentario acerca del parecido de una escena con Blade Runner. Diez años menos que yo, inteligente, simpática a rabiar, preciosa a decir basta y dulce y cariñosa como no había visto nunca a nadie. Desde ese momento nos enamoramos perdidamente el uno del otro. Demasiado bonito para ser cierto, no?
Pues lo parecía. Nos fuimos a vivir juntos enseguida. Era tan obvio que estábamos hechos para estar juntos que surgió de forma natural. Eso no era felicidad, era euforia. Hasta que llegó su cumpleaños. Era viernes. Después del trabajo llegué a casa y le hice una serie de regalos, pero ella estaba seria y nerviosa. Así todo el día, hasta que en un momento tuve que decir basta y que me dijese lo que sucedía. Me miró con ojos tristes y me preguntó:
- ¿Tú me quieres?
- Claro que te quiero, ¿porqué?
Y, sin dudarlo, me suelta:
- Entonces... ¿porqué te estás follando a otra?".
Imaginaos mi cara de desconcierto. La cara del hombre enamorado de una persona que lo significa todo en la vida y que de repente recibe un mazazo que no sabe de donde le viene.
El caso es que yo llevaba una mancha en mi codo. Algo pegajoso, podía ser cualquier cosa, pero ella dijo claramente que era una mancha de semen. Que no podía serlo, pero que aún siéndolo imaginaos que vueltas hay que dar para llegar a la conclusión de que me estoy follando a otra nada más ver una puta mancha pegajosa en el codo. En ese momento no recuerdo bien lo que hice, quizás le di una posible explicación de la mancha y la tranquilicé respecto a mi fidelidad. Era algo alarmante, pero es que era tan feliz que intenté olvidar ese momento.
Pero ese momento fue el desencadenante de una desconfianza cada vez mayor. Empecé a notar que los cálidos abrazos que me dispensaba cuando llegaba a casa eran aprovechados para olerme, que realizaba demasiadas preguntas acerca de conocidas mías. Y el sexo. Porque al inicio de una relación es normal darle mucho al sexo, pero es que llevábamos más de un año juntos y no podía pasar ni un día sin tener sexo. Y uno ya tiene una edad. Cuando le contestaba que no podía, que estaba derrotado (imaginaos un martes a las 00:30 h después de un día de trabajo, mercadona, labores del hogar, cena y peli) me acusaba de tener a otra con la que había tenido sexo ese día. Y os aseguro que eso crea una ansiedad que en mi caso logró que llegase a desarrollar un pánico total al sexo. Y os juro que me encanta. Pero es que cada noche era una prueba. Pero era tan feliz que llegué a comprar viagras a un compañero que disponía de recetas.
Cada vez se incrementaron más las crisis de celos. Voluntariamente, le di mi contraseña del móvil para que pudiese mirarlo cuando quisiera. Siempre se lo dejaba al lado cuando iba al baño para que viese que yo estaba tranquilo al respecto. Pero la situación era ya insostenible.
Fuimos a una terapeuta. Mucho hablar y no vio el problema real. Dijo que nos faltaba comunicación. Nos invitó a contárnoslo todo y a dejar al sexo fluir con naturalidad. A ella la tranquilizó diciéndole que yo era un hombre enamorado y ella una chica preciosa de diez años menos, que no tenía motivos para sospechar.
El caso es que funcionó. Durante más de medio año viví los mejores momentos de mi vida. Empezamos a mirar una casita con jardín. Tenía preparada una escena para pedirle la mano.
Entonces se fue de viaje a ver a su familia un fin de semana. Aproveché ese tiempo para buscar anillos y prepararle un regalo. Cuando volvió le hice el regalo y me dijo que era lo más bonito que le había hecho hasta ese momento. Felicidad absoluta a la espera de realizar la pedida de mano. Pero en ese momento se rompió todo.
Estábamos preparando la comida. Ella entró en la despensa, cogió una bolsa para utilizarla como basura y de dentro sacó, inesperadamente, un tanga negro de encaje sucio. En ese momento me miró y le cambió la cara. Y en ese momento supe que todo había acabado.
Yo no sabía de donde diablos había salido eso. Era la primera vez que lo veía. Cualquier explicación era absurda, pero me acusó de haber llevado a alguien a su casa, habérmela follado y haber guardado el tanga como trofeo. ¿Alguna lógica? Ninguna. Pero me pidió que me fuese de casa. Fue imposible razonar, esa era la prueba indiscutible de que las sospechas que tenía desde el inicio eran ciertas. Me estaba follando a otra, que además ya tenía nombre: el de una amiga mía que no le cae muy bien.
Pasé de tener planeada la pedida de mano a no poder tener ningún contacto con ella, ya que no me contestaba al teléfono ni me abría la puerta. Tuve que hablar con su familia, encantadora, que me comentó que todas sus anteriores relaciones se habían roto porque sus parejas habían sido infieles. Imagino que tan infieles como yo.
Acudí a un psicólogo de verdad. Un hombre con cuarenta años de experiencia al que no fue necesario contárselo todo, ya que una vez iniciado mi relato él lo completó con una serie de preguntas a las que yo respondía que sí, que así era. Su veredicto: Celotipia sexual o Síndrome de Otelo. Conocida como celos patológicos, las personas afectadas por esta dolencia crean una realidad paralela en la que están seguras de que su pareja es infiel, y cada pequeño detalle encaja en su realidad . No importa que les muestres pruebas de lo contrario, ya que las ignorarán ya que van en contra de lo que ellos saben con toda seguridad.
Me dijo que me alegrase de haber acabado tan pronto. Porque la celotipia es crónica y convierte la vida en un infierno para la pareja. Pero os podéis imaginar que eso no me sirvió de consuelo, ya que todavía la quiero como el primer día.
Posteriormente pude hablar con ella. Fue algo terrorífico. Resulta que no sólo me había follado a mi amiga. El hecho de yo tuviese entre mis muchas películas "American Psycho", que tuviese cierto parecido con el protagonista, que un halloween de hace mil años me disfrazase de Patrick Bateman... habían creado una imagen de mi en su mente en la que yo era una especie de psicópata sexual que llevaba mujeres a mi piso (yo seguía teniendo un piso de mi propiedad en el centro que no me atrevía a alquilar) para follármelas en extrañas posturas mientras me miraba al espejo. De hecho me acusó de mirarme a mi mismo al espejo durante el sexo... Me acababa de enterar de que era un psicópata para la persona que más quería en este mundo. Era imposible razonar, ella lo sabía con toda certeza ya que tenía pruebas -la mancha en el brazo, una cortina corrida para poder ver la tele sin reflejos, un champú en uno de los baños de mi piso, unas marcas de dedos sobre el polvo de una estantería...- que, siguiendo la navaja de Okham, demostraban que la explicación más sencilla era que yo era no sólo infiel si no un maldito psicópata.
Desde entonces mi cerebro no puede deshacerse de varios pensamientos recurrentes: ¿Podía haber hecho algo antes para impedir esto? ¿Qué he hecho para dar la imagen de un psicópata a quien se supone que más me conoce? ¿Es tan su realidad paralela tan consistente que me hace dudar de mi mismo? y sobretodo... ¿De donde diablos ha salido el maldito tanga?
La respuesta a esta última pregunta es escalofriante. Sólo éramos dos en casa. Y el tanga no lo había llevado yo.