Cómo hemos llegado hasta aquí (II).

La biografía de Juan Carlos I tiene dos puntos de inflexión: el primero, el 23-F, sirvió para presentar al monarca como un elemento estabilizador del sistema político y para que gozase de un elevado índice de aprobación (incluso entre el electorado que se posicionaba a la izquierda del espectro ideológico). Hasta entonces, existía un sentir mayoritario de la población contrario a la restauración de la monarquía borbónica, como le confesó Adolfo Suárez a Victoria Prego. El segundo, el incidente en Botswana de 2012, supuso el desplome de la popularidad de la monarquía, la única institución que, tras la Crisis del 2008, seguía gozando de cierta popularidad. Un año antes, en 2011, habían estallado las protestas del 15-M. La realidad social del país era otra. Los jóvenes pasaron de indignarse por un salario mileurista, a aspirar a él. Atrás quedaban las promesas de que estudiando y esforzándose iban a gozar de una vida mejor que la de sus padres. El tablero político comenzaba a moverse por la base y por la cúspide.

Tendríamos que esperar hasta 2014 para que esos cambios cristalizasen. En enero, nace Podemos. En junio, abdica Juan Carlos I. También en junio, Josep Oliu (presidente del Banco Sabadell) propone la creación de un "Podemos de derechas porque el Podemos que tenemos nos asusta un poco". La monarquía había renovado su fachada, Podemos comenzaba a navegar viento en popa y se comenzaba a vislumbrar la maniobra para crear una formación que recogiese a los votantes del centro a la derecha, desencantados con los escándalos de corrupción del PP.

En diciembre de 2015 hubo elecciones generales, en las que se estrenaba el sistema multipartidista. Podemos llegó a ellas en un gran momento y obtuvo 69 diputados que, sumados a los 2 de IU, componían el bloque a la izquierda del PSOE más grande desde la Transición. Ciudadanos, el Podemos de derechas, obtuvo 40 diputados. Suficientes para detener la hemorragia de la derecha española pero no para garantizar un gobierno de derechas. El PP había perdido 63 escaños y ahora las derechas sumaban 163 escaños, quedando a 12 de la mayoría absoluta. El imposible apoyo de los nacionalistas de derechas PNV y DiL (la marca de la extinta CiU), después de años de relaciones rotas por la incapacidad del PP, teniendo mayoría absoluta en Congreso y Senado, de articular (o al menos tratar de hacerlo) una solución política a un problema que no es exclusivo de Cataluña, sino que afecta al modelo territorial y de país que queremos tener. No pretendo exculpar a CiU: empapados por la corrupción y el rechazo a los recortes sociales que ellos mismos aplicaron, se acogieron al independentismo como si de un bote salvavidas se tratase. Pero la responsabilidad de estado recaía sobre M. Rajoy que actuó con su habitual impasibilidad. La incapacidad política para afrontar reformas trascendentales, como la educación, la transición energética o el modelo territorial son sintomáticas del deterioro institucional.

De esas elecciones debería haber salido un gobierno de coalición del PSOE con Podemos e IU que, aunque sumaban 2 escaños menos que las derechas, tenían más fácil obtener apoyos puntuales de partidos autonómicos. Pero no pasó. El PSOE, el partido dinástico por excelencia, acusó a Podemos de tener una ambición desmedida por reclamar varios ministerios en ese hipotético gobierno. Esa famosa rueda de prensa de Pablo Iglesias rodeado de su plana mayor fue un error de novato que el PSOE hábilmente castigó. Podemos buscaba el sorpasso que anunciaban las encuestas y no le desagradaba la idea de una repetición electoral. Por su parte, desde el PP se contaba con que apelando al voto útil y ante la desmovilización que provocan 2 elecciones en 6 meses, saldrían reforzados.

En junio de 2016 volvimos a las urnas. La suma PP-Ciudadanos alcanzaba ahora los 169 escaños, a 6 de la mayoría absoluta. El PSOE se dejó 5 escaños, pasando de 90 a 85, y Podemos, aliado con IU, repitió los resultados, aunque disminuyendo el número de votos. Entonces, los símbolos de Podemos eran el color morado (asociado a las revueltas de las Comunidades de Castilla y que evoca a su vez a la Segunda República) y un logo circular. En las mesas rectangulares, hay dos comensales que presiden la mesa o tienen una posición "honorífica". En las mesas circulares, todos tienen el mismo estatus. Ese logo representaba un principio ideológico de caracter socioeconómico, de clase. Unidos Podemos se presentó con el logo de un corazón multicolor y el eslogan "La sonrisa de un país". Juzguen ustedes si esa iconografía representa más a las personas con problemas para pagar la luz o a veganos gentrificados. Posteriormente, se cambió el Unidos por Unidas, consumando el viraje desde una política de clase (yo, como trabajador puteado) a una política de identidad (yo, como mujer; yo, como homosexual).