Cuando ves nuestro planeta y te das cuenta de su delicado valor de alguna forma te sientes más cercano a las personas y seres que viven en él. Puede que llegue un momento en el que realmente te preocupes por esa minúscula bola azul rodeada de la nada más absoluta. Que te haga razonar cada acto o palabra que dices por el bien de los demás. Y ese sentimiento o pensamiento puede que lo albergues gracias a varios motivos.
Una de los causas puede ser una sensibilidad extrema desde tu nacimiento, que te haga ver tanta belleza en las cosas y en los seres que habitan en él que puede llegar a ser abrumadora. En la que te ves atrapado ante tanta exuberancia y a la vez tanta fragilidad. Y en la que también te ves angustiado ante tantos problemas y a la vez tanta desolación, donde lo raro es que se respire esperanza.
Otra causa puede ser un hecho o una experiencia puntual, algo que te haya pasado que fue tan poderoso que te hizo cambiar tu forma de vivir y de ver la vida para siempre. De pasar por alto tantas cosas que nos rodean por rutina o apatía a conseguir que no entiendas la vida de otra forma, a no entender ni cómo ni porqué estabas tan ciego antes de ese momento.
Más causas pueden ser la educación, la sociedad, las costumbres, alguna o varias personas significativas… En definitiva que haya un ambiente propicio que logre de forma casi innata ver las cosas desde un punto de vista más solidario.
Ahora mismo nos encontramos en un mundo desbordado de información. Un mundo donde cada vez es más fácil encontrar distintas fuentes para una misma historia o relato. Y también en un mundo donde cada día observas con menos dificultad los intereses y los motivos que mueven a las personas. A veces de forma no consciente, como pasa con el consumismo desmesurado que ciega a las personas, por una continua sensación de insatisfacción.
Ante este mundo es difícil no tomar partido en las decisiones de nuestros gobernantes, y en consecuencia conocer cuáles son las verdaderas bases de nuestro sistema, cómo cambiarlo, etc. Es decir, te llegas a preocupar por la política.
Y aquí es donde la ideología clásica de izquierdas se vuelve irremediablemente seductora. Una ideología que te habla de igualdad, de derechos y de medidas tan claras de cómo cambiar el mundo que consiguen que veas totalmente raras, interesadas o casi sin sentido a las personas que piensan diferente.
Por fortuna estamos en un mundo donde las ideologías de izquierdas y de derechas se han mezclado para lo bueno y para lo malo. Donde gobiernos de izquierdas han querido perpetuar el poder como en una monarquía a dictaduras de derechas como el franquismo, que aumentó las políticas sociales a favor de las familias o los trabajadores.
Hoy en día ideológicamente definirse de derechas o de izquierdas es simplificar tanto el debate político que lo desvirtúa por completo. Consigue que haya dos bandos, uno bueno y otro malo que sean en la práctica irreconciliables. Y por tanto lograr consensos, propuestas o soluciones que gusten a la mayoría sea casi imposible.
Habrá políticas más conservadoras, más liberales, más progresistas o más socialistas, y muchas veces entremezcladas, que hacen que polarizar la realidad entre derechas e izquierdas sea ponerle un filtro que nos conduce a dejarnos prácticamente ciegos, y sobre todo, radicalizados.
Por eso a los partidos de izquierda les critico eso, a que muchas veces simplifiquen tanto la política al máximo para su propio rédito, que pongan por encima la ideología a la integridad como está pasando ahora mismo, por ejemplo, para poner en marcha la mesa del Parlamento de Cataluña. Que no escuchen a Julio Anguita cuando dice aquello de “Mi inteligencia de hombre de izquierdas dice que votad al honrado aunque sea de extrema derecha. Al ladrón no lo votéis, aunque tenga la hoz y el martillo.” O que se gasten tantas energías en demonizar al contrario, olvidándose que si llegan al poder también tendrán que gobernar para los que piensan de forma distinta.
No me gusta la izquierda inmovilista aunque suene a contradicción. No me gusta la izquierda que se cree dueño de la razón y que se cree con el derecho de insultar, o que lo puede hacer al menos con más libertad. Pero sobre todo no me gusta la izquierda que se queda en esos famosos eslóganes vacíos donde si hurgas un poco solo ves una nube de intereses, ambigüedades y confrontaciones que son todo lo contrario a lo que dicen defender.
Otros dirán que con los demás pasa lo mismo. Y ahí es donde quería otra vez llegar, a que no puede existir en el mundo actual un estado que sea sostenible, donde prime el bienestar de todos, en el que no haya una mezcla de ideologías, y donde, sobre todo, abunde en el respeto al otro, piense lo que piense.
Este es el motivo por el cual no “vendamos” ninguna ideología como “solución final” a todos los problemas por la irresponsabilidad que conlleva. Que defendamos la libertad de pensar como cada uno quiera después de una educación y formación lo más rica e equilibrada posible. Que cada persona sea consecuente de sus actos, que sea consciente de sus derechos y deberes, pero que sobre todo que sea consciente que vivimos dentro de unos valores que no caen del cielo. Que vivamos en libertad, en igualdad y sobre todo con sentido de solidaridad, no por interés o virtud, sino porque del bien de todos depende el bien de nosotros mismos, de nuestro presente y sobre todo de nuestro futuro.
Y si volvemos a los orígenes de la izquierda y de la derecha, que sea a las bondades de la Francia del siglo XVIII, cuando decían aquello de “Libertad, igualdad, fraternidad”, como valores universales, en el estallido de la revolución política que cambiaría el mundo para siempre.