El pequeño hijo de puta se había dedicado a realizar un meticuloso grabado en el banco de madera sobre el que nos sentábamos: "PRIMERA COMPRESA DE MARTA", ponía en el respaldo. Una flecha hacia abajo llevaba a una gigantesca X situada ya en el asiento. Para acabar, una polla que echaba gotitas.
No en vano, era el banco del despacho del director. Ese era el lugar donde, según él, se habría sentado Marta después de que saliera llorando de clase al descubrir que había comenzado a menstruar.
—En realidad estábamos volviendo del recreo, todavía no había empezado la clase —interrumpe Carolo, tercer implicado, dándome tiempo a beber cerveza y apurar recuerdos infantiles.
Cierto, estábamos volviendo del recreo, y mientras subíamos las escaleras, el pequeño hijo de puta debió reparar en las bragas manchadas de la niña. En lugar de actuar de inmediato, decidió esperar a que todos entráramos en clase. Fue ahí, con algunos ya sentados y justo antes de que llegara la autoridad, cuando el pequeño hijo de puta agarró mi cuadernó y se lo restregó a la niña por la entrepierna.
Ni siquiera Marta supo qué sucedía hasta que el pequeño hijo de puta se subió a su pupitre y enseñó con los brazos en alto el picasso rojo que acababa de pintar. Arte y ensayo. Mientras Marta huía, lo último que escuchó fue al pequeño hijo de la gran puta diciéndole: "¡ESO TE PASA POR HACERTE DEDOS PENSANDO EN CAROLO!"
—En realidad dijo "eso es de los dedos con Carolo" —puntualiza el propio Carolo, recitando la frase con la misma monotonía con la que habla a sus pacientes. —Por lo visto, ella estaba por mí, o eso decían.
Total, que los tres acabamos frente al despacho del director, y el pequeño hijo de puta estaba vandalizando el banco en el que nos habían dejado esperando veredicto. Aquella operación sonaba como una puta carpintería, y estábamos justo en la puerta. Sólo faltaba que nos comiéramos un nuevo marrón. Él nos miró y leyó nuestras mentes. "Al que proteste le pongo en la firma", nos dijo pequeño pero muy hijo de puta.
Carolo y yo éramos inocentes de lo de Marta. Puede que fuera cierto que, después de que Marta huyera, el pequeño hijo de puta hubiera lanzado a Carolo el cuaderno de la vergüenza. Puede que Carolo, a su vez, se lo hubiera lanzado a su legítimo propietario, y puede que yo, tras recuperar mi cuaderno, hubiera arrancado las hojas menstruadas, tirándoselas al primer incauto que pasaba.
Cuando llegó la profesora, aquello era un salón del Salvaje Oeste. Se hizo el silencio. Por puro instinto, la pobre mujer gritó el nombre del pequeño hijo de puta. "¡Siempre yo!" tuvo los cojones de decir el niño.
Fue entonces cuando la única persona adulta en la sala dudó entre mantener su autoridad o actuar con justicia. Al final se decidió por ambas, e impuso un castigo colectivo seguido de indagaciones sobre lo que había pasado. No eligió, luego eligió mal.
De golpe, treinta y seis voces estridentes trataron de explicar lo que había sucedido, y no hubo vuelta atrás. Las acusaciones cruzadas pronto desembocaron en combates aislados y, finalmente, una nueva Guerra Civil.
En un momento de lucidez, el pequeño hijo de puta aprovechó el caos para rescatar de la papelera las hojas menstruadas, y las reintrodujo en el mercado libre a bolazo limpio. Después lo pensó mejor, volvió y lanzó la propia papelera a la otra punta de la clase. Ya nada importaba, aquello era un golpe de estado.
Es aquí cuando se produce uno de mis recuerdos de infancia más nítidos: La cara desencajada de la profesora dando golpes en la pizarra mientras comprendía, impotente, que la clase se le había escapado de las manos. Fracaso, heridas y sueños rotos. Recuerdo sentir miedo por ver llorar a un adulto. Miedo y adrenalina.
Se me pasó volando, pero aquello debió durar un cuarto de hora. Las aguas sólo volvieron a su cauce cuando entró el director y empezó a zarandear niños como un gorila de espalda plateada. Violencia de verdad, joder. Al tercer niño que sentó contra su silla, nos calmamos de golpe. Cuando volvió el orden, recuerdo que el director abrió las ventanas porque había humo en la clase. Tras rebuscar, encontró papeles medio quemados junto al armario del fondo: alguien había intentado provocar un incendio. Por suerte, las cosas arden menos de lo que esperamos.
Finalmente, se dictaminó que los últimos tres nombres que habían sonado antes de la revuelta habían sido el de Carolo, el del pequeño hijo de puta y el mío. Y ahí estábamos los tres, en el banco junto a la puerta del despacho del director. El pequeño hijo de puta dio los últimos retoques al grabado de la polla y se paró unos segundos a contemplar su obra completa. Acto seguido, limpió el llavero que había usado como cincel y se volvió a sentar como si nada.