Cuando aquellos hombres llegaban a casa de Tere en mitad de la madrugada con las ropas empapadas de agua salada y oliendo a gasolina, la niña se despertaba y se levantaba del sofá en el que dormía. Inmediatamente, servía café a esos rostros extraños, les daba toallas nuevas y los veía vestirse con prendas secas. Tere tenía siete u ocho años, los ojos oscuros, el pelo negro azabache y la mirada descreída. Casi adormilada, Tere se los encontraba eufóricos. La chiquilla no entendía nada de lo que decían varios de ellos cuando hablaban entre sí.
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