De entre todos los momentos que me gustan de las navidades -lo siento, no soy de esos intelectuales que las detestan por ñoñas, consumistas y demás topicazos-, uno de mis favoritos ha sido siempre el desayuno del día 6. Jamás perdono el roscón de Reyes, por varios motivos. Tiene algo de aventura emocionante de la infancia, cuando ansiabas que te tocara el rey y temías dar con el haba. Es uno de los pocos productos que, al comerse sólo en esta fecha, sigue conservando su temporalidad contra viento y marea, lo que aumenta su disfrute.