Un inexperto científico de 26 años paseaba un día de 1989 por las salinas de Santa Pola, un extraño paraje en la costa alicantina en el que una empresa extrae la sal del mar en balsas artificiales de escasa profundidad. Aquel hombre, el microbiólogo Francis Mojica, estaba iniciando una tediosa investigación que no despertaría interés durante décadas: averiguar por qué algunos microbios eran capaces de sobrevivir en aquellas aguas extremadamente saladas. En 1992, durante el verano de las Olimpiadas de Barcelona, Mojica descubrió en un microorgan
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